Los cambios experimentados por la capital alavesa en los últimos años amenazan con llevar a alguno de sus vecinos por el camino de la amargura porque, como dice el dicho, de todo tiene que haber en la viña del Señor. Como todo aquello que se extracta de la sabiduría popular, la máxima tiene toda la razón. Los avances logrados por Vitoria en su configuración urbana, en la mejora medioambiental, en el ámbito socioeconómico y en la logística ligada al día a día son palpables y, en apariencia, indiscutibles. Sin embargo, hay residentes que están acostumbrados a ver y vivir la urbe de una manera concreta y excluyente. Lo han hecho de esa manera desde hace eones y, bajo esos parámetros de costumbrismo, se sienten como pez en el agua. Así que cualquier cambio en las rutinas, aunque sea objetivamente para mejorar sus vidas, su entorno y su salud, supone un trauma, pero de los gordos. No hace falta más que caminar un rato por alguna de esas calles utilizadas por los gasteiztarras para pasear despacio, hablando con interlocutores cercanos y con el ánimo de ver y ser vistos, para descubrir los quebraderos de cabeza, reales o ficticios, que soportan algunos. Que quién quiere respirar mejor aire, que lo de primar el descanso de los vecinos es para grandes capitales, que quién quiere más Policía, que si ya hay demasiados vuelos... Amargura pura.