Hace no demasiadas fechas me tocó tirar de fondo de armario para mostrarme presentable, al menos, en materia de vestuario. Eché mano de traje, camisa de manga larga, corbata y zapatos de hebilla. Todo canónicamente asimilable por cualquier manual de protocolo que se precie. Me presenté allí donde se me requería como un figurín (lógicamente, salvando las taras impuestas por mi fisonomía, que me temo son irresolubles). El caso es que tanta etiqueta se me atragantó al comprobar en carnes propias los estragos que es capaz de infligir en un cuerpo humano el calor de justicia que hemos padecido por estos lares no hace excesivos días. No sabía por dónde escapar. Así que tuve que tirar de estoicismo, aguantar el tipo y estirar el cuello para hacer mía la brisa salida de los aires acondicionados que me topé en mi padecimiento. Nunca antes me había costado enfundarme mis mejores galas. Incluso, me parece placentero hacerlo de vez en cuando para entrar en otras rutinas diferentes a las habituales. Sin embargo, la dictadura del cambio climático impone una revisión de las reglas de las buenas costumbres, no sea que entre tanta calorina y excesos termométricos se atragante el nudo windsor a más de uno.