Reconozco que me desenganché hace ya tiempo del serial catalán, así que cuando me han asaltado las imágenes de Carles Puigdemont recibiendo en Waterloo a Oriol Junqueras he tenido que frotarme los ojos y verificar que no me había subido a ningún DeLorean. De esta reunión sospecho que habrá sido más interesante la intrahistoria del asunto –yo, que ya peino canas, he recordado aquellas partidas a cara de perro de Kárpov y Kaspárov–, las bambalinas, que el comunicado conjunto posterior en el que ambos líderes se han conjurado para impulsar “nuevos espacios de trabajo compartidos”. Desde aquellos convulsos días de la DUI, no es que las relaciones de Junts y ERC en general y las de Puigdemont y Junqueras en particular hayan sido un ejemplo de fluidez y buenrollismo; de las “155 monedas de plata” tuiteadas por Gabriel Rufián a la fuga in your face que se marcó Puigdemont de Barcelona en agosto del año pasado poniendo en un buen brete público a los Mossos y al Govern de Pere Aragonès. Cuentan las crónicas desde Waterloo que Puigdemont y Junqueras han abandonado el lugar de la reunión juntos en coche, el primero al volante y el segundo de copiloto. Un coche con matrícula 1-O-2017. Mucho simbolismo, pero seguramente demasiada historia.
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