La vehemencia con la que hacemos algunas afirmaciones y defendemos ciertas posiciones cuando somos jóvenes acostumbra a perder fuerza con los años. Ocurre a base de enfrentar contradicciones propias y atreverse a calzarse los zapatos ajenos, un ejercicio que requiere esfuerzo y que la bisoñez complica. La vida te retrata por lo que haces y no por lo que decías que ibas a hacer, así que mejor no haber sido demasiado bocazas en los años mozos. Sentar cátedra desde la inexperiencia es comprar boletos para recibir un sopapo de realidad años después. Y tiene una fácil explicación, quien aseveraba determinadas cosas con 20 años no es el mismo que las afronta con 40 o 50. Por el camino pérdidas, decepciones y fracasos pero también logros, vivencias, retos y objetivos cumplidos dibujan ese nuevo escenario, en el que lo dicho 20 años atrás pareciera haber salido de los labios de otro. No es fácil asumir la traición a ese yo juvenil pero es más llevadero si al hacer autocrítica se puede asegurar que lo que no han cambiado son los principios y valores de aquellos años. Encorsetarse con proclamas que no aguantan los vaivenes de la vida en pareja, la paternidad, la amistad, la familia, la economía o la vida en sociedad supone, la mayoría de las veces, verse abocado al flagelo, la infelicidad o el autoengaño.
- Multimedia
- Servicios
- Participación
