Las encontramos en todos lados, basta con mirar al suelo y ahí están. Tanto nos hemos acostumbrado a su presencia que en ocasiones ni reparamos en ellas. Son una auténtica plaga. A veces ya ni nos molestan por más que toparnos con una sea la consecuencia de un acto reprochable y egoísta. Llevan toda la vida ahí abajo, como las cáscaras de pipas, los chicles, algún escupitajo y las cagadas de perro. Es tan habitual ver colillas de cigarros en las aceras, bancos, terrazas, alcorques, jardineras, parques y plazas de las ciudades que seguro que muchos de los culpables de que formen parte de nuestro paisaje cotidiano no reparan, por más que parezca increíble, en el tremendo acto de incivismo que cometen al arrojarlas. Esa falta de conciencia en el proceder se puede asumir, que no justificar, en escenarios urbanos en los que estas pequeñas bombas contaminantes conviven con otros desechos que tampoco deberían manchar los suelos. Pero hay lugares en los que encontrarse una te hace perder cierta esperanza en el género humano. ¿Qué tipo de tara social lleva a un individuo a tirar una colilla en parajes naturales como montes, playas o ríos? En el veto al tabaco en espacios públicos hay factores para justificarlo más allá del perjuicio a la salud de quien está al lado y éste de las colillas es sin duda uno de ellos.