Recuerdo vagamente una tarde de clase en la universidad hablando sobre la suspensión de la incredulidad, cómo el lector pasa consciente y voluntariamente por alto lo que dicta la lógica para sumergirse en una ficción. Las vacaciones son un poco eso. Tienes la suerte de poder tomarte unos días de descanso y desconexión, te alejas de tu rutina, de tus escenarios habituales, de tus costumbres diarias. Y en esas andaba yo, embarcada en la lectura de una novela de ficción sobre espionaje en Oriente Medio, lectura fácil, sencilla de surfear para que el ritmo vacacional no se alterara. Agentes de la CIA en la Siria de Al Asad, Estado Islámico, espionaje ruso, también israelí... En fin. Y, de pronto, escuché las noticias con el operativo contra Hizbulá utilizando buscas y otros dispositivos. Volví al libro con otros ojos, qué quieren que les diga, reafirmada –una vez más– en que la realidad supera cualquier ficción. En general, la realidad y la ficción caminan por sendas paralelas, muchas veces incluso superpuestas. Pero la ficción, los libros en este caso, esa suspensión de la incredulidad, tienen una ventaja fundamental: llegado el caso, se pueden cerrar y relegar al último estante. El desolador panorama que nos rodea, de norte a sur, de este a oeste, no se solventa con esa facilidad.
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