Con el mentón arriba y la mirada hacia un lado, y las mandíbulas levemente apretadas, como expresando satisfacción y seguridad a partes iguales, parecía un emperador romano, dueño y señor de la vida y destinos de patricios, ciudadanos y esclavos. Tras él, un cartel aseguraba que la fiesta se ha terminado, aunque paradójicamente no ha hecho más que empezar, como él mismo transmitió al pueblo colgando vídeos de la bacanal que montó para celebrar su inesperado aterrizaje en Estrasburgo. Y no sé por qué, al ver esa pose de megalomaníaca suficiencia, me vino a la mente una de las lecturas más provechosas que he tenido la suerte de poder devorar en mi ya tirando a larga existencia. En Los Cabecicubos, Jan advierte de lo temerario que puede llegar a ser el comportamiento social de los seres humanos, que si ya como individuos aislados tenemos peligro, en modo gregario y mal pastoreados somos capaces de autodestruirnos de la más ridícula de las formas posibles. Quizá la asociación de ideas vino, más que por estas filosóficas razones, por la estética de cómic que rodea a este Sandokán de las redes, con su ardilla, sus machacas y sus desquiciadas proclamas que un sector de nuestra juventud, entregado definitivamente al nihilismo, ha hecho suyas con entusiasta inconsciencia.