Echar un vistazo estos días al ambiente político me provoca un repelús intenso. Y no solo por lo que acontece en las Cortes, con un Gobierno retratado con sus vergüenzas al aire, boqueando, aferrado a la fantasía del consenso para espantar su débil minoría y en manos de aquellos señores catalanes que no hace tanto aparecían en el imaginario constitucionalista con cuernos y entre fumarolas de azufre. Mi desasosiego, sin embargo, responde a otras circunstancias más mundanas, como el espectáculo que han dado unos y otros en la presunta gestión del vertido de las dichosas bolitas de plástico que ya decoran buena parte de los arenales del Cantábrico y del Atlántico gallego. El despliegue mediático de los señores y señoras presidentes autonómicos, de los ministros y ministras y de cada cargo político intermedio existente entre aquellos y el ciudadano de a pie han vuelto a demostrar que en una generalidad de los casos, el bien común se disipa sepultado por los intereses de la clase dirigente. Eso sí que causa un malestar que no voy a poder paliar con un ibuprofeno y unas horas de sueño, ya que la distancia entre quienes gestionan y los que somos gestionados es sideral y parece insuperable, provocando una desafección preocupante.