Ahora sí, nos sobrevino julio y el verano ya está aquí, hasta el 23 de septiembre concretamente. Un estío atípico y no por la erradicación total de la mascarilla obligatoria, sino porque arranca con el Tour de Francia en nuestras carreteras para casi a contrarreloj hollar unas elecciones generales del 23-J que desembocarán en las Fiestas de La Blanca y éstas a su vez en el reestreno del Alavés en Primera el fin de semana del 13 de agosto. Una rueda mareante de papeletas y papelones, pelotas y pelotazos.

Ante la sola ideación de semejante frenesí políticofestivodeportivo, muchos nos imaginamos solazados en la playa, tirando de sombrilla y de nevera. Incluso a costa de luchar a brazo partido por cada milímetro de arena, escuchando a vociferantes que lo gritan todo. Pero qué es el verano sino la brisa de mar en la cara con su salazón en la piel. Cerrando los ojos, la memoria sentimental de los estíos que fueron con los allegados que marcharon, sin menoscabo de los placeres que puedan embargarnos en los lugares vaciados cuando calienta el sol, sea en el corazón de la ciudad silenciosa o en plena naturaleza. Aunque al destino de asueto no se llega por teletransportación. Y, si se trata de relajarse, hay trayectos que igual no compensan. Pongamos por caso general el avión, con el estrés que procuran los horarios siempre en el aire y el riesgo primero de overbooking y luego de extravío de maletas, vaya sensación de desamparo hasta que las vemos asomar por la cinta. Mucho mejor el tren, salvo por la nueva epidemia de videollamadas con gentes que se creen en un reality ferroviario. Y si no queda otra que viajar en esos coches a rebosar, con la señorita esa sonando en el GPS, preferible que te lleven, a que sí. Desde la premisa de que lo único importante es llegar. Porque las vacaciones comienzan cuando arrancas y así debemos tomárnoslo, por favor.

Aparte del dónde ir y cómo plantarnos allí, está el deleite del yantar veraniego, con querencia por la mesa puesta y en particular por la hostelería abundante en arroces y frituras, a degustar en el chiringuito a la menor ocasión. El disfrute será completo con el pimple estacional, consagrado el personal a la ingesta de tinto de verano o kalimotxo como versión autóctona, en especial en algunas de estas fiestas de pueblo con las que habremos de toparnos aun en contra de nuestra voluntad. Ya no cabremos en nosotros de gozo si aparcamos el móvil, para así paladear cada instante huyendo de la obsesión por grabarlos y fotografiarlos, y además nos olvidamos del reloj para abandonarnos a la buena lectura y a las siestas mejores. Y que la ansiedad deje paso a los afectos, para recordar más a las personas que a los sitios, con esa predisposición de ánimo a dar razones en lugar de a quitarlas.

A la vista tenemos ya un mojito mirando al horizonte. A modo de revival de los grandes momentos del verano con su banda sonora, qué tal La Barbacoa de Georgie Dann, 30 años de sintonía vacacional. Tiempos felices aquellos sin reguetón.