Si nos pusiéramos a echar la cuenta de las horas que pasamos cada día delante de una pantalla, sin contar las de curro, seguramente nos sentaríamos a reflexionar, o quizá buscaríamos respuestas en Google a la razón de esta espiral sin sentido en la que hemos caído. No hay más que subirse al tranvía a primera hora de un día corriente para, con un rápido vistazo a nuestro alrededor, comprobar que nos hemos aislado de la realidad, que mayores y menores vivimos abducidos por la pantalla del móvil, que hemos perdido la libertad de guardar el teléfono en el bolsillo porque el pulgar se nos dispara solo. Solo un scroll más y paro. No hay más que pasearse un viernes por la tarde por cualquier lugar donde se reúnan los chavales para ver un montón de cabezas pegadas con la mirada fija en un teléfono, y si se mueven del banco es para grabar un tik tok. Y con este panorama, que se veía venir desde hace años, nuestro sistema educativo ha metido las pantallas en clase, les ha dado a los chavales una puerta a un mundo inmenso y desconocido al que pueden acceder en mitad de la hora de Lengua Castellana o de Inguru, en el que los mayores siempre vamos a ir por detrás, y que está detrás de los comportamiento y los valores que luego tanto nos sorprenden.
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