Hace ahora tres años estaba yo confinado en mi casa, lidiando con un extraño estado de ánimo en el que se mezclaban la serenidad y la inquietud, aprovechando cada minuto de convivencia sobrevenida con los hijos, sin saber cuándo la recuperaría con los padres. Tres años después miro por la ventana y veo a la gente corriendo de nuevo de un lado para otro, y luego subo al tranvía a intercambiar virus respiratorios con mis convecinos, y pienso en la capacidad que tenemos los seres humanos para pasar página de todo lo que nos ocurre y seguir con nuestras vidas, si es que hemos salido ilesos del distópico lapsus que nos ha tocado vivir durante tantos y tantos meses. El estado de alarma, la vacuna, los microchips, los ERTE, los cierres perimetrales, los paseos para sacar al perro, los aplausos a los sanitarios, los ingresos en las UCI, el parte de fallecidos, el termómetro antes de ir al cole, las quedadas al aire libre a dos grados bajo cero y el pasaporte covid parecen ya un sueño, o una pesadilla, más que un recuerdo. Y sin embargo, algo ha quedado de todo aquello, la certeza de la incertidumbre, de que todo puede desmoronarse en un momento, y de que el presente es lo único tangible, porque el pasado ya ha pasado y el futuro no se ve.