Hagan un día la prueba. Salgan de casa y recorran uno de sus habituales trayectos a pie respetando escrupulosamente la regulación semafórica para peatones. Es lo que deberíamos hacer siempre pero es raro que cumplamos con las normas salvo cuando paseamos de la mano de txikis o con un acompañante que, por edad, lesión o discapacidad, tiene dificultades para desplazarse. Y realizado el experimento el incumplimiento está casi justificado. Si hacen la prueba descubrirán que pueden llegar a tardar el doble de tiempo en alcanzar su destino. Por el camino, y según el trazado recorrido, se verán aislados en medianas en mitad de un tráfico nada calmado y expuestos al menor despiste de un conductor, se les quedará cara de tonto al ver cómo el tránsito de vehículos se abre dos veces mientras usted permanece inmóvil ante el paso de cebra y pondrán a prueba su paciencia. Activen su modo zen. Durante el paseo, en la supuesta zona segura que deberían ser las aceras, el peatón tendrá que andarse con ojo para que una bici o un patinete eléctrico no se lo lleve por delante. En una ciudad en la que los conductores no dudan en verse cómo un colectivo perseguido ante el desarrollo del transporte público tengo la sensación de que el peatón hace tiempo que se ha convertido en el último mono de esta jungla de asfalto.
- Multimedia
- Servicios
- Participación
