Hay ocasiones en nuestro amado templo del cortado mañanero en las que las discusiones duran poco. Simple y llanamente porque siempre hay alguno que suelta aquello de porque es así y punto, que lo sé yo. Es más, puede que incluso termine su aseveración inquebrantable de manera altanera, con alguna palabra gruesa y con el tono de la voz un poco alto, en plan Moisés bajando con las tablas del Sinaí. A partir de ahí, es mejor dejar de intentar razonar porque el listo de turno va como los Miura y ya puedes decir misa cantada, que ni por esas. Los viejillos más avezados del lugar suelen comenzar entonces un juego para descojonarse un poco del iluminado, adulando su gran sapiencia y reconociendo lo afortunada que es la humanidad en general y la que habita el bar en particular por poder seguir bebiendo de la fuente de la sabiduría de la que nos encontramos tan sedientos. El apelado en cuestión no suele darse cuenta de que entre los piropos hay una vacilada de las buenas, pero es que esa es una característica común a los listos que en el mundo pululan. El problema de uno que se cree listo cuando no lo es, pasa por aquellos que tiene alrededor, por los que escuchan y callan sin rebatir o en su caso, vacilar.