e da a mí al hocico que en esta ciudad en la que me ha tocado vivir y trabajar, los técnicos municipales tienen ojeriza a los conductores. Y no. No escribo estas líneas por estar en contra de todas aquellas apuestas verdes a las que nos apuntamos y que, según parece, colocan a la ciudad a la vanguardia de la movilidad sostenible. Al contrario. Me considero seguidor y fan de todas las etiquetas que se quieran poner para describir autobuses, tranvías y otros vehículos de toda índole y condición llamados a facilitar el movimiento del personal que pulula por las calles habitualmente camino de sus respectivos trabajos u hogares. Lo que ocurre es que cuando al menda no le queda más remedio que echar mano del tan denostado utilitario movido por un motor de combustión -por otra parte, único al que mi modesta economía puede aspirar-, el suplicio de enfrentarse a la hostilidad pura convertida en trama de tráfico hace que me suden hasta las cartolas, a las que aún no he logrado identificar en mi fisonomía, y que el estrés me rebose más allá de lo imaginable. Supongo que en las instituciones todo se planifica con mesura y dulce predisposición hacia el bienestar del ciudadano. Sin embargo, hay veces en las que se nos va la mano.
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