ues sí, aquí estoy de nuevo tras unas semanas de asueto, tiempo que, me temo, no ha sido suficiente para sanear del todo las neuronas que aún están operativas en mi sesera. Como descubrirán a continuación, tal circunstancia se deja notar -¡y de qué manera!- en este breve espacio literario que hoy he decidido consagrar al festival previo creado para designar al representante patrio en Eurovisión. Les cuento. Este miércoles llegué a mi sofá agotado de la vida, del covid, del periodismo y de todas esas cosas que hacen de un humano hecho y derecho un guiñapo a medio camino de la insignificancia vital. Con la televisión encendida no hice ademán alguno para tratar de alcanzar el mando a distancia, por lo que el soniquete que se desprendía de la pantalla continuó a su ritmo, en una sucesión vertiginosa de solistas, parejas, tríos y algo que, al parecer, es vox populi conocido como boy bands, se refiera a lo que se refiera el anglicismo del demonio. El caso es que jamás me hubiera imaginado como un fan de Eurovisión, pero acabé la sesión apostando por unos y denigrando a otros y expresando mi crítica y mis opiniones como si supiese de qué hablaba. En fin, supongo que la acumulación de años ha hecho estragos en mi proverbial oposición a las modas exportadas desde la televisión. Habrá que ver.