ndan por Madrid revueltos por una bandera. La de Colón no, la arcoíris que se desplegó y se replegó en apenas un día en Chueca. Que si está fuera de lugar, que si a ver qué falta hace, dicen algunos, mientras en mi retina reponen la marcha que nos heló la sangre a tantos al grito de Fuera maricas de nuestros barrios. Ay, las banderas... Pocos días antes de que la ultraderecha española nos recordara cuál es su concepto de convivencia pudimos comprobar un poco más allá que los talibanes siguen siendo unos talibanes. Un puñado de afganos salió a plantarles cara porque quieren cambiar la bandera del país por la suya propia. Cinco fueron asesinados. Pero una bandera es solo un trapo, dicen. Cuántas veces lo habremos escuchado por aquí. Y sin embargo. Porque divide y repugna lo mismo que abriga y que une. Personalmente nunca olvidaré cuando los de la otra acera vinieron a pegarnos convirtiendo en armas sus ikurriñas, que también eran la nuestra. Unos pedíamos la libertad de Miguel Ángel Blanco, otros la de sus presos. Banderas. Personas. Y eso me hizo preguntarme dónde están los límites del símbolo. Cuál es la línea roja. Cuándo ponerlos en pie de guerra y cuándo dejarlos en paz. Si la respuesta puede ser común o sólo vale de forma individual. Y, de ser así, si acaso sirve de algo hacerse estas preguntas.