La Vuelta se subió al cielo entre montañas entreveradas por una carretera curvilínea y sabia. Cicatrices de asfalto viejo en laderas de trashumancia, de cabezas de ganado y de cabras, que siempre tiran al monte. La carrera estaba en las montañas, en un festival de puertos añejos y vías secundarias que vigilan las cabañas de los pastores en Las Merindades.

Allí padecía el Red Bull, un toro en la víspera, que se desmembró, aplastado en un paraje de trabajo. Una trinchera infinita que lapidó a Vlasov y Daniel Martínez en un terreno que debían masticar.

Les escupieron las montañas hostiles. El colombiano abandonó. También Denz y Gamper. Les descabalgó un virus que afectó a parte del equipo. Nunca se sabe en el ciclismo, siempre vulnerable.

Por eso, Primoz Roglic se abrigó debidamente y se puso una mascarilla para la liturgia del podio. "Por suerte yo estoy bien”, dijo. Se quitó las mascarilla para abrazar a sus dos hijos.

Roglic, con mascarilla en el podio. Efe

Solo una enfermedad puede arrebatarle una Vuelta que es suya a falta de la firma. “Estoy un día más cerca. Hemos dejado atrás una jornada importante. Todavía tenemos que esperar para cantar victoria”, apuntó en la cumbre.

Roglic, el líder, apenas contaba con sherpas. Se quedó sin pastores. La cartografía de una pesadilla. El escenario ideal para los otros. Un día que exigía valentía. No la hubo. Sí fatiga. Le bastó al líder con su presencia, siempre intimidatoria. El esloveno esquivó la enfermedad, su rival más temible, el enemigo invisible. Los que detectaba con la vista no le importunaron lo más mínimo.

Ben O’Connor, Enric Mas y Richard Carapaz concentraron sus esfuerzos en la búsqueda del podio, que se resolverá en la crono de 24,6 kilómetros que dará el cierre a la Vuelta por el callejero de Madrid. Dominó la escena Roglic, a un sorbo de beberse la cuarta Vuelta después deshojar la última jornada de montaña sin sobresaltos en la carretera.

Hubo más paisaje que ciclismo. Una crono, su terreno, le separa de ampliar su legado en la carrera. Roglic es una dinastía en la Vuelta. Campeón en 2019, 2020 y 2021. En Madrid le espera el trono, su casa. Esloveno residente en la Vuelta.

Roglic, tercero, en su llegada a meta. Red Bull / Sprint Cycling

Aplacó Roglic en el Picón Blanco, donde Eddie Dunbar encontró la gloria en su segunda victoria de etapa den la Vuelta, cualquier duda tras el cuadro clínico de su equipo. El esloveno, rocoso, se aposentó en su latifundio. Feliz en su burbuja de champán, el acto final de las montañas apretó un poco más el debate por el podio.

Roglic es el único propietario. Tiene reservado un ático con las mejores vistas. O’Connor, Mas y Carapaz buscan un apartamento en la orla final. Hay dos plazas en alquiler y la oferta de tres posibles inquilinos en apenas 58 segundos, el arco temporal entre el australiano y el ecuatoriano.

Mas consiguió 11 segundos para su causa entre la bonificación por ser segundo y el premio de tiempo que agarró en Los Tornos. Ajeno a esa discusión por un puñado de segundos, Roglic agarró su cuarta Vuelta a falta del sello que la certifique en la crono de Madrid. En el Picón Blanco, el rojo del líder sobresalió.

Landa y Berrade destacan

Mikel Landa buscó hacer palanca, pero no pudo voltear la montaña que alumbró en 2017. Urko Berrade, hiperbólico, fue quinto. Compartió plano con O’Connor, el hombre que siempre está ahí. El navarro, vencedor en Izki, era un respingo. Resistió el australiano, que alcanza la resolución de la Vuelta con los pies fijados en el podio, en el que quiere echar raíces. Inaccesible Roglic, esa es la emoción que le queda a la carrera.

Landa, sometido y melancólico en La Herrera, elevó el mentón del orgullo en el Portillo de Lunada. Era una jornada para los lunáticos, los hombres de fe y los creyentes. “Quiero ganar la etapa y volver a meterme en el podio”, visualizó Landa en Villarcayo antes de iniciar la expedición por el vergel de Espinosa de los Monteros y su paraíso ciclista, un refugio y edén para la bicis que recorren las carreteras semiclandestinas y ajadas por un clima duro que agrieta la piel y encalla las manos.

Enric Mas, a su llegada a meta. Efe

Las Merindades son un reclamo con sus montañas, donde la grandilocuencia se ausenta en los nombres, pero no en su dureza en una tierra de tajo. En los valles pasiegos, en el rostro pétreo de sus montañas, emergían siete cumbres, eslabones para la emoción que acumulaba 4.700 metros de desnivel positivo, un Mont Blanc.

En el desfile de cumbres destacaba el encadenado de Estacas de Trueba, Lunada, La Sía, Los Tornos y el balcón de Espinosa de los Monteros, el Picón Blanco, la última cima de la Vuelta. Soler, Vine, Castrillo, Berthet y Frigo agarraron los petates y se apuntaron a la aventura desde el arranque. En Los Tornos arriaron la bandera blanca.

Landa busca una quimera

Landa quería incendiar la Vuelta. Reivindicarse. En Los Tornos, en el penúltimo puerto de la carrera, mostró la cresta. Roglic le atemperó con dos puntadas de hilo. Llegaron de inmediato, Mas, O’Connor, Carapaz, Gaudu, Lipowitz y algún otro. Apagaron las brasas del alavés. En la cima de Los Tornos reinaba la paz.

Acallado el rumor de Landa, las voces que le siguieron, se impuso el silencio para contemplar el las montañas bellas. No hubo hojas de reclamaciones entre los nobles. Ni un asterisco. Ni un solo ápice de rebeldía.

Solo Sivakov se adelantó mientras Mas rascó una pequeña bonificación. Ni los molinos de viento, los aerogeneradores, tenían energía para agitar las aspas. Centinelas que observaban la senda hacia los pies del Picón Blanco entre la foresta.

La montaña que descerrajó Landa en 2017 recibió a Sivakov, acosado por la aristocracia, vitoreada entre muros de gente que empujaban ánimo. La celebración de un pueblo en fiestas en una subida siempre turbulenta y brava cuando abandona la vegetación y se expone al ulular del viento y las rampas que desmoralizan, que tocan el 18% de desnivel sin más referencia que una estrecha carretera que se cuelga del cielo.

Roglic, el rojo que marca el destino de la Vuelta abrió la comitiva. El líder quería empaquetar la carrera, ponerle el matasellos y enviarla a Eslovenia. Defendió su estatus con un ritmo sostenido que alejaba cualquier pensamiento hostil de sus rivales, en el descuento.

Ataque de Dunbar

Se balanceaban los favoritos en la mecedora, en rampas con el ceño fruncido. Mas, Carapaz y O’Connor bizqueaban su desconfianza. Sivakov se mantenía con medio minuto de renta. Eran sus ahorros en una montaña que reclama cada moneda de fuerza, cada céntimo.

Espesado el aire, con la nobleza encerrada en sus tribulaciones, Dunbar surgió para buscar la estela de Sivakov, el rostro comido por la fatiga, el maillot desabrochado en un pasillo que era una pared. Un desfiladero del padecimiento. Roglic, armónico, se abrió paso. Pequeños arañazos. Dunbar tocó el hombro de Sivakov. Lo laminó. Los favoritos mantenían su guerra fría. Ideal para Roglic, que silbaba.

Todo sucedía a cámara lenta entre rampas corajudas que provocaron la asfixia en una subida repleta de ánimo que invoca al Tour, a las cunetas repletas de calor y de estímulos. Los aficionados calentaron un puerto a cada metro incómodo.

Por un instante la niebla secuestró la cabeza de la montaña, tímido el sol que pespunta hacia al otoño. Soplaba el viento y se agitaban las banderas. La de Dunbar, agónico, lució en la cima. Desnudadas todas las montañas, Roglic abrochó la Vuelta.