Con mucha frecuencia, las casualidades se mezclan con las causalidades y nos explican el mecanismo del sonajero de un modo que jamás podría conseguir un ejército de sesudos analistas. Ayer, quinto aniversario de la disolución formal de ETA, en medio de la turra de los jaleadores que pretenden que no hemos agradecido lo suficiente a la banda su inmensa generosidad al quitarse el vicio de asesinar al personal, me encontré con la prueba del nueve de que, aunque la sangre no manche el asfalto, hay cosas que no han cambiado. Hablo de la persecución, el señalamiento y, por supuesto, el linchamiento de quien tiene el arrojo de desviarse del catecismo oficial que, en materia de disciplinas artísticas, señala que solo mola quien bala (beeeee…) por la causa correcta.

La última víctima de lo que en la antigua (y por muchos, añorada) Unión Soviética venía precedido de la frase “Te vamos a hacer la autocrítica, compañero” ha sido la cantante gasteiztarra Kai Nakai. El delito de la cada vez más pujante artista fue prestarse a participar en una charleta grabada –podcast, le dicen ahora– con la candidata del PNV a la alcaldía de la capital alavesa, Beatriz Artolazabal. A nadie se le escapa que si lo hubiera hecho con la aspirante de EH Bildu o, con sus matices, con la de Elkarrekin, Nakai habría entrado por derecho propio en el Olimpo de los creadores venerados por su compromiso, que en más de diez casos, suele estar por encima de sus facultades para la disciplina en la que se ejercitan. Como no lo hizo, ahora es, según ella misma se desahogó en un tuit, “escoria sabinista y masona”. Pero luego, que si la ley mordaza...