Escribí ayer y mantengo hoy que el Tribunal Constitucional español se parece cada vez más al Circo Price. Después de las tropecientas vicisitudes para su renovación, el antepenúltimo numerito fue la despedida con cajas destempladas del anterior presidente. En lugar de hacerse a un lado con decoro, Pedro González Trevijano aprovechó el viaje para leer la cartilla a los que se quedaban en ejercicio y recordarles las normas de la casa de la sidra. A saber, que soberanía popular, como madre, solo hay una y esa es la del pueblo español. Es-pa-ñol, le faltó silabear al avisador de navegantes.

Casi sin tiempo para comentar la jugada, se produjo la fractura del llamado bloque progresista. Recién conquistada su mayoría, el fulanismo y los intereses creados provocaron la división entre los partidarios de colocar como presidente a Cándido Conde-Pumpido, el candidato que viene con el puño y la rosa tatuados en la frente, y los que preferían a María Luisa Balaguer, una mujer indudablemente abierta de mente pero con deje menos sectario que el otro. Como bien saben a esta hora, el que se llevó el gato al agua por seis votos a cinco fue el que fungió de despiporrante fiscal general del Estado con Rodríguez Zapatero en Moncloa. De propina, por primera vez se ha saltado la ley no escrita de que la vicepresidencia la ocupara un magistrado de la otra tendencia. Hay quien celebra a la ligera esa hegemonía presuntamente progresista. No seré yo quien lo haga desde este terruño. La experiencia ha demostrado que, en cuestión de pisotear el autogobierno, tanto ha dado mayoría conservadora como progresista. Tiempo al tiempo.