No soy de teorías de la conspiración, pero hay veces en que dos y dos se empeñan en sumar cuatro por todos los puntos cardinales. Pedro Sánchez sabía –y si no él, cualquiera de sus asesores con tres lecturas– que postrarse ante Marruecos y dejar tirado al pueblo saharaui tendría, entre otras repercusiones automáticas, el enfado de Argelia. Y no un cabreo que se manifestara en dos reproches altisonantes, sino algo bastante más serio. Tan serio como retirar el suministro de gas natural en un contexto económico endiablado, con el grifo ruso cerrado por cuestiones que no hace falta explicar. Eso fue el aperitivo. Anteayer, el país norteafricano atizó el puñetazo definitivo encima de la mesa. De entrada, dio por roto el pomposamente llamado “Acuerdo de amistad, buena vecindad y cooperación” suscrito en 2002. Acto seguido, el Gobierno de Argel ordenó a su banca paralizar las transacciones comerciales con España. Así que la patada ha sido también para las empresas. Si nada lo remedia, se perderá un pastizal.

¿Y todo eso, a cambio de qué? Pues de más bien poco. Las llegadas de pateras dejan claro que Marruecos se pasa el pacto por la sobaquera. La vergonzosa traición a los saharauis resulta que no ha servido para nada. Y es ahí donde vuelvo al principio para expresar en voz alta lo que parece más que una sospecha razonable. Muy poco tiempo después de que el Gobierno español anunciara su bandazo incomprensible, supimos que el teléfono de Sánchez había sido intervenido con el tristemente célebre programa Pegasus. Los espías, seguramente marroquíes, se llevaron 2,6 gigas de información. Todo cuadra. l