- Como ya he escrito recientemente en otras líneas, el último gran descubrimiento progresí es que la meritocracia es un mito. Con cifras obtenidas nunca dicen dónde ni cómo, sostienen que en el 70 por ciento de los casos, los vástagos de familias adineradas prosperan con mayor facilidad que los nacidos y criados en casas donde a duras penas se llega a fin de mes. Semejante descubrimiento, provocador de calvicies detrás de las orejas, lleva a los apóstoles de la verdad verdadera a una conclusión irrebatible: dado que las cartas están marcadas de saque, es tontería que los pobres (y, ya puestos, los de la difusa clase media) se lo curren. Es mucho mejor que se rebelen contra el sistema por el procedimiento de pasar un kilo de realizar cualquier actividad que implique derroche de sudor y neuronas. Total, el ascensor social está trucado, así que es de tontos hincar codos y quemarse las pestañas estudiando. Lo natural, lo verdaderamente inteligente y subversivo, es rascarse el ombligo y reclamar al gobierno que iguale al personal por lo bajo vía decretazos.

- Admito que quizá he exagerado un tanto en la descripción de los hechos, pero temo que la aparente caricatura se va pareciendo más y más a la realidad. La llamada cultura del esfuerzo ?-pésimo nombre, lo reconozco hasta yo- es objeto de desprecios y vilipendios cada vez más biliosos. Casi hay que pedir perdón (o, directamente callarse) por pensar que la obtención de los propósitos requiere un trabajo mínimo. Nadie habla de sacrificios al borde del sadomasoquismo, de estajanovismo a granel, ni de privaciones sin cuento. Es algo tan básico como estar dispuesto a aceptar que hay que poner de nuestra parte para tratar de alcanzar un objetivo. Solo a cambio de esa inversión mínima se podrá estar en condiciones de acercarse a lo que nos hemos propuesto.

- Por descontado que todavía hoy no partimos de la misma situación. Para algunos, la carrera empieza tres pantallas más allá. E incluso los hay que ni siquiera van a tener que mover un músculo para llegar a la meta. Pero, salvo que seamos unos sectarios irredentos o, como la niña Vestrynge, unos burguesotes exentos de dar el callo, sabemos que desde hace decenios tenemos a nuestro alrededor miles de ejemplos de personas que, gracias a su esfuerzo, han conseguido burlar el destino al que en otra época habrían sido condenados. Así que lo progresista de verdad debería ser animar a no conformarse a quienes salen a la vida en desventaja por cuna o apellido. Y a esforzarse, claro, a esforzarse. l