ace más de un año, el cada vez más inconsistente ministro Alberto Garzón se daba pisto a sí mismo sobre las medidas que iba a tomar in-me-dia-ta-men-te para apretar las tuercas a las malvadas casas de apuestas que operaban por internet y a los locales físicos de juego. La inmensa mayoría de lo anunciado sigue sin cumplirse, como casi todo lo que sale del negociado de la otrora esperanza blanca de la izquierda. Pero no era ahí adonde quería ir a parar. Lo llamativo para mí de aquella comparecencia que tuvo su correlato en Twitter es que el tipo presentó la batería de decisiones como "una apuesta" de su ministerio.
Me llamarán tiquismiquis, pero el empleo de esa expresión delata todas nuestras contradicciones (no solo las del ministro) respecto a la cuestión de la que hablamos. Es lo mismo que nos ocurre respecto al alcohol. Resulta que el juego está infiltrado en nuestra forma ser hasta semisótanos de los que es casi imposible ser conscientes. Por eso, a la vez que alabo la decisión del Gobierno vasco de endurecer los requisitos para mantener abiertos los chiringos de apuestas o su publicidad a según qué horas, manifiesto mi mas profundo escepticismo. Quizá consigamos cerrar un puñado de despachos cercanos a centros escolares. Se tranquilizará nuestra conciencia, pero el problema seguirá ahí. Cualquier crío enviciado podrá ir dos calles más allá a pulirse una pasta que a saber cómo ha conseguido. Eso, sin pasar por alto que siempre le quedará el campo abierto que es internet o que, aquí nos duele, estamos hablando de un negocio perfectamente legal en toda la UE que genera miles de puestos de trabajo.