El mérito fue mayúsculo: Arzak, Subijana, Roteta, Arguiñano y un Luis Irizar demasiado a menudo relegado en los libros que hicieron historia. Irizar, el sir de los pucheros, dirigió en los sesenta cocinas de prestigio internacional –llegó al liderazgo culinario en el Hilton londinense–, fundó la escuela Euromar y formó a una generación que siguió su legado con disciplina y orgullo: una transformación de fondo que dignificó el oficio, organizó el conocimiento y abrió las ventanas para que entrara aire nuevo.
Pero la historia se remonta mucho más atrás y conviene contarla con rigor para entender el presente. Antes del descubrimiento de América, la base alimentaria en Euskal Herria giraba en torno al cereal –trigo, centeno, mijo– y un capítulo amplio de legumbres, con la haba como reina y la lenteja acompañando. El huerto aportaba berza, cebolla, puerro y, muy especialmente, ajo y perejil, dos pilares que aún hoy sostienen el sabor de casa. Entre las frutas, la manzana reinaba en la Europa húmeda, y su zumo, la sidra, era más que una bebida: un lenguaje común que ensalzó a la marina vasca por aquello de esquivar enfermedades como el escorbuto. La vaca, la oveja –con sus quesos–, el carnero y el cerdo para el que podía, aseguraban proteína y despensa.
En la costa, a partir del siglo XI, el despegue marinero cambió el mapa del sabor, aceleró la pesca y amplió el recetario. También ayudaron los preceptos religiosos que prohibían la carne durante cerca de 150 días al año, empujando al consumo de sardinas, congrios, besugos, salmonetes, lenguados…
Luego llegaron los amigos americanos: maíz, alubias que arraigaron con brillo: tomate, pimiento –hoy base reconocible de nuestra cocina–, patata que consolidó guisos y cazuelas, y hasta el cacao, que cambió meriendas y sobremesas. Siglos más tarde, un zarpazo de modernidad alteró para siempre los circuitos: el ferrocarril. Con él entraron con regularidad aceite de oliva, vinos navarros y riojanos, y productos del resto del Estado que aceleraron una paulatina mediterraneización del gusto. Y llegó el turismo, atraído por un clima amable y por una hospitalidad que supo convertir el comer en experiencia.
Cocina con identidad
A menudo repetimos esa frase pintona que dice que “el sur fríe, el centro asa y el norte guisa”. Como todas las generalizaciones, es media verdad. Sí, Andalucía ha llevado la fritura a una elegancia inimitable; sí, Castilla domina el horno de leña y sus lechazos; y sí, las cuatro salsas vascas —verde, negra, pil pil y vizcaina— son firma de identidad. Pero hoy el mapa es mucho más poroso: hay sorpresas felices de uno y otro estilo por toda la península, y tampoco todo lo vasco es necesariamente una salsa. El mestizaje –sin olvidar raíces– es fruto del progreso, de las comunicaciones y de una cura excelente contra la autocomplacencia: viajar.
En los años sesenta, además, irrumpió con fuerza otra revolución silenciosa que marcaría el día a día: las parrillas y el espacio profesional de los asadores. No fue una sorpresa, Juan Sebastián Elkano ya dejó en su lecho de muerte la herencia de dos espadas y sendas parrillas, lo que le daba importancia en la época. Aquello, que pudo parecer una moda, consolidó un modo de entender el producto desde la desnudez y el carbón. De corderos al burruntzi a las chuletillas al sarmiento de Rioja Alavesa; de parrillas marineras a las catedrales de la chuleta roja: todo un lenguaje. No extraña que Busca Isusi sentenciara que nuestra cocina es, más que de salsas, una cocina de asados.
Evolución
Sería ingenuo contar esta historia sin mirar la base económica que la sostuvo. La industrialización trajo nóminas regulares, una clase media creciente y una red de empresas que organizaban comidas, celebraciones y viajes. En los setenta y, sobre todo en los ochenta, esa bonanza creó una clientela dispuesta a sentarse a la buena mesa, a pagar por ella y a dejarse sorprender. Sin ese poder adquisitivo, la Nueva Cocina Vasca difícilmente habría tenido el público, la curiosidad ni la confianza necesarios para prosperar como lo hizo.
Por el camino nos acompañó una literatura gastronómica que ayudó a construir criterio: el Amparo, Busca Isusi, Xabier Lapitz, Rafael García Santos y el veterano Mikel Zeberio, que durante años sostuvo una conversación semanal con el lector desde estas páginas. Esa red de libros, guías, artículos y crónicas dio relato a lo que sucedía en las cocinas y en los mercados, fijó vocabulario, registró técnicas y, sobre todo, creó comunidad.
En este presente en el que las redes a veces someten la mirada a la tiranía del like –un aplauso instantáneo y, a menudo, hueco–, toca seguir construyendo. No basta con fotografiar: hay que guisar relatos y pensar el oficio. La digitalización nos ofrece altavoces; nuestra responsabilidad es llenarlos de contenido, de contexto y de sabor.
Un nuevo congreso
Por eso es tan pertinente que nazca ahora este congreso de la Cocina Vasca tradicional, de la mano de Jakitea, que reúne a la gastronomía vasca tradicional en un lugar mágico como Sara. El emplazamiento, frontera y puente, es una metáfora hermosa de lo que necesitamos: mirar hacia dentro para reforzar lo propio y, a la vez, mirar hacia fuera para entender hacia dónde va el mundo. Este congreso no es una foto de familia: es un taller de futuro. Debe servir para reflexionar sobre retos tan concretos como la formación, el relevo generacional en casas históricas, la sostenibilidad real (del caserío a la ría), la gestión en pequeñas salas, la temporalidad y la compra directa al baserritarra o la incorporación inteligente de la tecnología sin perder el alma del fogón.
Y aquí conviene el toque: mientras celebramos lo nuestro, otros territorios del Estado están haciendo las cosas muy bien. Lo paradójico –y estimulante– es que en no pocos casos esos proyectos están liderados por cocineros que se formaron aquí, en nuestras escuelas y casas. Valencia, Andalucía, Galicia, Cataluña, Castilla… todos exhiben hoy escenas potentes que combinan producto local, técnica actualizada y relato propio por chefs de renombre. Bien por ellos: su progreso también nos honra. Pero que esa constatación no sea una palmadita en la espalda; que sea un aliciente. No nos corresponde competir por nostalgia, sino aprender, dialogar, colaborar y renovar nuestro discurso desde la verdad del producto y la precisión del oficio.
Menos ruido y más cocina
La identidad vasca en la mesa no debe guiñar al museo, sino ser una corriente en movimiento. Comienza en el caserío y el puerto, se enciende en la taberna, toma cuerpo en la sociedad gastronómica y culmina en restaurantes que hoy pueden mirar de tú a tú al mundo. Conservemos la memoria –la berza, la sidra, el bacalao, el queso, la parrilla– y sumemos la escucha –al productor, al comensal, al vecino–. De esa conversación saldrá una cocina con vocación de continuidad: menos eslogan y más verdad; menos ruido y más cocina.
Volvamos, pues, a Irizar y a quienes empujaron la ola: su legado y un método: rigor, curiosidad, humildad y oficio. Si este congreso en Sara sirve para reforzar esos cuatro pilares, para tejer alianzas entre generaciones y para mirar sin prejuicios lo que se cuece a nuestro alrededor, entonces habremos honrado lo que fuimos y habremos puesto las bases de lo que queremos seguir siendo, esquivando esa cocina de ensamblaje que nos mira de reojo.
Que la crónica de estos días no se conforme con enumerar ponencias o fotos de grupo. Contemos cómo cocinamos, por qué elegimos un proveedor, qué nos preocupa del mar y de la montaña, qué enseñamos a nuestros alumnos y cómo se sienta hoy un chaval en una barra a comer una merluza en salsa verde. Contemos, sobre todo, para quién trabajamos: para una sociedad que, cuando se reconoce en un plato, entiende mejor su territorio: cocinemos cultura, cocinemos historia.
Fuimos y somos. Y queremos seguir siendo cocina viva, orgullosa y abierta. Celebremos el primer congreso de cocina tradicional vasca, aprendamos de quien lo está haciendo bien, y volvamos al fuego con esa mezcla de respeto y la ambición que nos trajo hasta aquí. Porque la mejor manera de recordar la historia es seguir escribiéndola a fuego lento.