El cara a cara electoral entre Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo difícilmente se puede calificar de debate por el choque de reproches y la orfandad de propuestas de ambos. De hacerlo, sería un mal debate en el que se impusieron dos monólogos, muchas veces superpuestos entre sí, impidiendo una exposición de ideas que tampoco llevaron al plató. Redujeron la experiencia a una mera y constante descalificación de las afirmaciones del rival acusándole de mentir pero sin desarrollar suficientemente argumentos que animen a la ciudadanía a hallar en ellos un referente sobre el que depositar la responsabilidad de coger el timón de la economía, la sociedad y los grandes retos del desarrollo energético, ambiental,... humano. Sánchez y Núñez Feijóo se despreciaron mutuamente durante cien minutos de dialéctica estéril. El choque fue la expresión de una campaña que se desliza por la pendiente de la inutilidad, que busca más alimentar el hooliganismo mediante el señalamiento del rival como compendio de todos los males. Una nefasta tendencia política que deteriora los procesos democráticos y que viene practicando el populismo en ambos extremos del espectro político en interés propio. El ejercicio lamentable de esta práctica alcanza todos los ámbitos y cualquier aspecto se instrumentaliza y somete a conveniencia del objetivo de crear un estado de ánimo favorable a los intereses propios a costa de ultrajar la ética y renunciar a la verdad. Si comenzó patinando en esa dirección EH Bildu calificando de fascista al PNV, hoy es el extremo con el que se retroalimentan, la derecha de PP y Vox, la que acredita que ha renunciado a principios básicos de respeto. El eslogan “que te vote Txapote” que ha hecho fortuna entre las huestes de la derecha española para arremeter contra Pedro Sánchez se esgrime incluso por encima de la voluntad de las víctimas de ETA, que demandan un respeto a la memoria y a la sensibilidad de quienes no merecen verse utilizados como mero estandarte de voluntades ajenas. La sinceridad con la que, sin ir más lejos, la expresidenta del PP del País Vasco, María San Gil, justifica su uso aun a costa del daño que hace a las víctimas –“hay que seguir repitiéndolo”– es la enésima renuncia ética sobre la que se pretende construir el proyecto de su partido. Nada se sostiene sobre ese lodo; todo acaba hundido en él.
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