Tras un largo proceso para aunar voluntades y, sobre todo, ofrecer una postura común de los países europeos y Estados Unidos, la decisión consensuada de facilitar carros de combate pesados a Ucrania para confrontar con sus equivalentes rusos consolida una situación de conflicto interpuesto, librado en la estepa ucraniana pero reflejo de un antagonismo de Moscú con Occidente. El elemento cualitativo de la implicación en el envío de este armamento no es tan determinante en lo militar como en lo diplomático. La invasión de Ucrania será una guerra larga que en unas semanas cumplirá su primer año. La actitud de Vladímir Putin ha acabado por convencer a las cancillerías europeas y estadounidense de que no hay espacio al apaciguamiento y que será imposible revertir la situación bélica hacia un proceso de desescalada militar mientras el poderío ruso no se sienta amenazado. Es una apuesta arriesgada por el coste diplomático y económico que puede suponer. Pero, objetivamente, el primer aspecto –el diplomático– está muy inmaduro para ofrecer resultados; y el segundo –el económico– empieza a ser redimensionado por debajo del peor escenario inicial para Europa, carece de un impacto directo en Estados Unidos y supone un pulso en el que Rusia también tiene mucho que perder porque, si estrangula el suministro energético, estrangula una fuente de ingresos principal. Si añadimos a esto el hecho de que la intimidación nuclear de Putin ya lleva meses produciéndose y una escalada verbal de amenazas ha sido amortizada, la contestación interna en los estados europeos es ya el único freno a la decisión de sostener militarmente la defensa de Ucrania. Esta guerra interpuesta entre los intereses del régimen cada vez más autoritario de Moscú y las democracias europeas fue activada con la propia invasión de Ucrania y su detonante fue su voluntad de incorporación a la Unión Europea. Putin considera el espacio social, económico y jurídico de la UE una amenaza a su régimen y su respuesta fue militar. Para Europa, se acerca el punto de no retorno en su compromiso con Kiev. No conlleva necesariamente la implicación bélica directa pero sí una guerra económica cruenta. Se abre una etapa en la que la diplomacia tendrá que gestionar el daño pero no hay mimbres para la pacificación mientras Putin insista en ganar su guerra.
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