uando se acaba de cumplir medio siglo del Proceso de Burgos y se señala aquel juicio -consejo de guerra- como el principio del fin de la dictadura, dos episodios concretos, aunque no comparables, de la actualidad remarcan que, 42 años después del 78, el fin de aquel régimen y la transición a la democracia no han logrado eliminar secuelas notorias del franquismo. Se hacen evidentes -de una evidencia democráticamente insoportable- dentro del poder coercitivo del Estado español, su Ejército, a través de las opiniones en redes sociales de militares y de la carta que 73 oficiales de alto rango en situación de reserva enviaron a Felipe VI con fondo y formas golpistas por cuanto arremeten contra el Gobierno democráticamente elegido y de algún modo solicitan al jefe del Estado, al que la Constitución otorga un papel solamente arbitral, su intervención. También en el silencio del monarca, ya que Felipe VI estaría obligado a renegar del contenido de la misiva una vez hecho público éste cuando no a impulsar, como jefe de las fuerzas armadas, un procedimiento sancionador -¿por sedición?- contra quienes, desde su condición y consideración como militares, abogan por alterar el orden establecido a través de las reglas constitucionales y democráticas. Asimismo, aunque de otra índole, la polémica abierta en torno a la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y su facultad de designación de cargos aun estando en funciones -que el Gobierno Sánchez trata ahora de limitar- retrotrae mucho más allá de la reforma de la Ley del Poder Judicial que en 1985 fijó que 20 vocales del Consejo serían elegidos por Congreso y Senado. Porque la misma se realizó con la pretensión de impedir que, con la ley anterior de 1980, la elección de los 12 vocales por los propios jueces y magistrados impidiera la renovación de un cuerpo judicial ligado a la dictadura. Y porque, en todo caso y aunque suponga una rémora para la democracia, aquella reforma no lograría eliminar la interrelación (cuando no interdependencia) de poderes originada por las costumbres de décadas en el conglomerado Justicia-Cortes-Gobierno del franquismo. Se ha hecho notoria en nombramientos por gobiernos de mayoría absoluta e influye aún en la nada soterrada resistencia del PP a la renovación de los órganos de gobierno de los jueces y con ella de su influencia, cuando no control, sobre el poder judicial.
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