Christian Prudhomme, director general del Tour de Francia, calificó a la vasca como “el maillot amarillo de las aficiones”. Lo hizo sin titubear, con la claridad vocal de quien sabe que lo que dice es verdad. O que así lo cree.

Porque solo una afición como la vasca sería capaz de cambiar el color idiosincrásico de la Grande Boucle, al menos durante sus etapas pirenaicas. Y es que desde que Roberto Laiseka domesticó Luz Ardiden en la edición de 2001, con el maillot del Euskaltel-Euskadi sudado al pecho, el Tour de Francia dejó de ser amarillo para teñirse de naranja.

Después de eso, la afición euskaldun tomó las salidas y las metas, las cumbres y las cunetas, atravesó las nubes de Marie Blanque y se asentó a la rueda del gigante del Tourmalet. Se convirtió en el mejor amigo del ciclista plateado que, desde entonces, nunca más volvió a rodar solo. Porque el triunfo de Laiseka en el debut del Euskaltel en la ronda gala fue más allá de lo deportivo. Tuvo suspense, simbología y misticismo. La victoria de Roberto fue colectiva porque no solo presentó al mundo el ciclismo vasco, sino también le descubrió su apasionada afición.

De repente, los Pirineos se volvieron naranjas. Se convirtieron en la ciudad de vacaciones para todos los seguidores vascos. Al menos para todos con la suerte tener sus días de descanso justo cuando el Tour pedalea por esta cordillera. Neveras, portabicis e ikurriñas fueron macuto suficiente para dejar boquiabierto al planeta.

Invitación del equipo a la afición en Pirineos ARCHIVO

Todos cayeron prendidos de la marea naranja, una cremallera que se abría al paso de los mejores ciclistas. No se libraron ni Lance Armstrong ni Jan Ullrich a comienzo de siglo. Ni Chris Froome ni Alberto Contador una década después. Tampoco pudieron huir ni Tadej Pocagar ni Jonas Vingegaard en las últimas ediciones. Todos, absolutamente todos, acabaron rendidos a la afición vasca. Reverenciados. Porque no se puede llegar al podio de París sin rendir honores a la marea naranja.

El triunfo de Iban Mayo en 2003 fue lejos de los Pirineos, en Alpe d’Huez, donde el color del Tour volvía a ser el amarillo. Sin embargo, sirvió para aumentar los discípulos del Euskaltel-Euskadi. El proyecto de Miguel Madariaga multiplicó los apóstoles como el pan y los peces y se convirtió en una ola que empapó los Pirineos de la mejor animación ciclista.

Nunca antes se había visto algo así en el mundo del ciclismo: los corredores flipaban con la vehemencia vasca y la televisión se relamía con el delirio naranja. La marea del Euskaltel-Euskadi era imparable y se plantó en 2011, de nuevo en Luz Ardiden, donde empezó todo, para ejercer de notario en la victoria de Samuel Sánchez. Fue el tercer y último triunfo del Euskaltel-Euskadi en el Tour. Después, desapareció.

Cierto es que ahora, gracias al empeño de Mikel Landa, el proyecto resurgió de entre sus cenizas, pero lo cierto es que realmente el Euskadi nunca murió. Su afición siguió ahí. En lo más alto del Portet d’Aspet, en la cima de Aubisque o tocando el cielo desde Peyresourde. La marea naranja siguió animando al Tour aunque su equipo ya no estuviera. 

AFICIÓN SIN EQUIPO

Por eso, aunque los seguidores vascos tampoco estarán huérfanos en el Tour que comienza en casa, estarán en los Pirineos. Entre Pau y Cauterets-Cambasque, en Marie Blanque, Tourmalet y Aspin, volverán a llenar cunetas para demostrar que la marea naranja va muchísimo más allá de lo deportivo.