El viento del Mont Ventoux, el ulular de las rachas de costado, fueron viento de velocidad hacia Valence, la puerta del sur de Francia. El Tour invoca a los valientes y venera a los inconscientes, tipos que se alistan a los desafíos y los retos impulsados por una fuerza interior que conecta con la fe. Tiene la carrera francesa algo de experiencia religiosa que roza con el misticismo.
Solo desde esos lugares ajenos a la lógica se puede comprender que Tobias Halland Johannessen, evacuado desde la cima del Ventoux, –tuvo que recibir oxígeno– donde se desplomó, mareado, inconsciente, partiera al día siguiente con el beneplácito de su médico.
El ciclismo rueda alocado en el abismo, en el filo de la navaja del sentido común, ansioso siempre, agitadísimo. Así esprinta Jonathan Milan, un ariete que derribó con la cabeza la puerta de entrada al sur de Francia.
El velocista italiano, criado en la pista, coceó los pedales con furia. Es una estampida en sí mismo, un velocista lejos de la academia. Heterodoxo pero con la fuerza de un Hércules.
A espasmos, masticando los pedales, como una manada que huye despavorida, se impuso sobre Meeus y Andresen en un esprint limitado, aligerada la carga de kamikazes por la caída que se produjo bajo el triángulo rojo que señala el kilómetro definitivo. Desatado el caos, en la montonera, se quedaron las esperanzas de Biniam Girmay, bendecido el pasado año, maldito en esta edición, y otros velocistas.
Brutalismo
Milan, corajudo, un toro mecánico, no sufrió ningún rasguño y dominó la llegada desde el brutalismo que le define. Entre convulsiones que le aceleran, portentoso, el italiano, el gigante verde del Tour, descargó una tormenta de vatios que le iluminó ante Meeus, que no pudo con Milan, demasiado fuerte su empuje cuando entra en erupción. Una montaña de músculos en movimiento antes de los Alpes.
El italiano sumó su segundo triunfo en la carrera francesa. Lo celebró abrazando a sus compañeros, que le protegieron hasta que lograron desactivar la fuga justo a tiempo para que se descorchara desde la furia de sus 1,96 metros y 87 kilos. Un coloso en bicicleta.
Alejado del pedaleo fluido y elegante, del estilismo, Milan demolió a sus rivales después de la claudicación de Jonas Abrahamsen, el último hombre en pie de la fuga que retó el orden establecido.
El noruego, compañero de equipo de Johannessen, se infiltró junto a Albanese, Pacher y Burgaudeau en una fuga que nació con el banderazo de salida y a la que quiso subirse Van Aert en una de esas extrañas decisiones que le dejaron varado en la nada. El belga era un islote entre el cuarteto y la península en la que reina cómodo y despreocupado Tadej Pogacar, que recogió al náufrago poco después.
La mirada en los Alpes
El esloveno pensaba en el Col de La Loze, el coloso que le tumbó dos años atrás, cuando el mundo era distinto y él muy diferente. De aquella derrota, sonó a modo de epitafio el I’m gone, i’m dead antes de que Jonas Vingegaard, asombrado con la implosión del esloveno, derruido por dentro, muerto en vida, le rematase y se encaramara a su segundo Tour.
Desde aquel episodio, la viñeta en negro, el renacimiento de Pogacar le sitúa en la cúspide de su carrera tras una sucesión de hechos extraordinarios y logros alucinantes de enrevesada explicación. Asombroso el repunte del esloveno, que pertenece al mundo de la magia y las fábulas.
Tour de Francia
Decimoséptima etapa
1. Jonathan Milan (Lidl) 3h25:30
2. Jordi Meeus (Red Bull) m.t.
3. Tobias Andresen (Picnic) m.t.
4. Arnaud de Lie (Lotto) m.t.
5. Davide Ballerini (Astana) m.t.
6. Alberto Dainese (Tudor) m.t.
7. Paul Penhoët (Groupama) m.t.
8. Yevgeniy Fedorov (Astana) m.t.
102. Alex Aranburu (Cofidis) m.t.
108. Ion Izagirre (Cofidis) m.t.
General
1. Tadej Pogacar (UAE) 61h50:16
2. Jonas Vingegaard (Visma) a 4:15
3. Florian Lipowitz (Red Bull) a 9:03
4. Oscar Onley (Picnic) a 11:04
5. Primoz Roglic (Red Bull) a 11:42
6. Kévin Vauquelin (Arkéa) a 13:20
7. Felix Gall (Decathlon) a 14:50
8. Tobias Johannessen (Uno-X) a 17:01
74. Alex Aranburu (Cofidis) a 2h33:52
75. Ion Izagirre (Cofidis) a 2h34:59
Pogacar visitará los toboganes alpinos, que son cielo e infierno, con una renta de 4:15 sobre Vingegaard y la rabia acumulada del que busca una vendetta alimentada desde el mismo momento en el que Marc Soler le consolaba en la cumbre de una montaña durísima, que parece dibujada por la mente de un niño travieso que garabatea un mar repleto de olas a 2.000 metros de altitud.
“Espero que endurezcan la jornada, que se metan en las escapadas y que eleven el ritmo en el primer o el segundo puerto. Pero sobre todo en el Col de la Loze irán con todo. Yo les espero, estaré listo”, advirtió el líder.
A medida que se acercaba Valence, el cuarteto remaba y remaba. La lluvia apareció desde la garganta gris del cielo ventrudo de nubes. Laminaba el asfalto con la piel de los espejos. El riesgo y la tensión se reflejaban en una persecución punzante.
No tenían intención de rendirse en la fuga, que nunca tuvo demasiado vuelo, pero sí mucho coraje para hacer de contrapeso a las formaciones de los velocistas, pinzados por las penurias de los Pirineos y abrumados por los Alpes que llegan en tromba. Otro calvario.
La jauría de lobos, los colmillos afilados, sedientos de gloria, mordieron hasta cobrarse la pieza definitiva, la de Abrahamsen, que fundió a sus compañeros, a un palmo de Valence. El nombre de la ciudad viene del latín Valentia. La que mostraron los fugados, antes de que asomaran los inconscientes en el vértigo del esprint que premió al velocista italiano. Milan se agiganta en el Tour.