C’est le Tour. Ese concepto tan manido como veraz explica los entresijos de la carrera más grande del mundo. El adagio posee el deje de la sabiduría popular, una idea que conduce irremediablemente al estoicismo. Es lo que hay. Siempre sugerente, el Tour de Francia es indescifrable. La carrera es una travesía sobre un sillín que no deja de ser un pupitre. Un examen diario al que nunca se llega suficientemente preparado por la magnitud de una prueba muy por encima de los seres humanos. El Tour es un test en cada palmo del recorrido. Una sorpresa constante. Una master class de la improvisación. Exige la Grande Boucle prestar atención y tener una enorme capacidad de aprendizaje. El Tour no concede segundas oportunidades ni consuelo.

Por eso, en un tablero repleto de trampas conviene contar con un guía. Ninguno mejor que Chris Froome, que en la pasada década fue el general de cinco estrellas de la Grande Boucle. El británico, degradado del estatus de líder, papel asignado a Michael Woods, será el capitán de ruta del Israel. Las limitaciones físicas de Froome, incapaz de recomponer el semblante del campeón inclemente que fue tras su brutal caída en el Dauphiné de 2019 (donde se fracturó el fémur), le sitúan como cicerone de una formación escasísima de horas de vuelo en el Tour. La de esta campaña será su segunda aparición en el mayor escaparate del ciclismo.

Dos años después de su última incursión en el hexágono, el cuatro veces ganador de la Grande Boucle (2013, 2015, 2016 y 2017), segundo en 2012 y tercero en 2018, regresará con otras funciones. Froome, que fue un completo desconocido, un ciclista sin pedigrí antes de eclosionar volcánico en el Olimpo del Tour, se estrena a los 36 años en su nuevo cometido. El 26 de junio, en Brest, punto de despegue del Tour, el británico alumbrará como el hombre que pastoreará al Israel a través de la laberíntica prueba gala. “He trabajado incansablemente para llegar a donde estoy, y aunque mis ambiciones este año no serán como líder, espero sumar mi experiencia y apoyo al equipo lo mejor que pueda como capitán de ruta. Tenemos un fuerte aspirante en Michael Woods, y espero darlo todo por él y por el equipo en la batalla de París”, expuso Froome después de que el lunes se supiera oficialmente que no sería el líder del equipo.

DOS AÑOS DESPUÉS

Consciente de su limitado rendimiento en el presente curso, Froome afrontará el Tour de su regreso tras las ediciones en blanco de 2019 y 2020 con la ilusión intacta. Para él, volver es vencer. “Después de dos años fuera del Tour de Francia, no veo la hora de volver. Ha sido un viaje arduo desde mi accidente en el Dauphiné en 2019, pero esta ha sido una de mis mayores motivaciones”, analizó Froome, feliz con su retorno a la carrera que le ha dado la gloria, aunque lejos del escalafón de los favoritos. El británico, experimentadísimo, guardián del conocimiento de todos los recovecos del Tour, ejercerá de maestro de Woods y del resto de la formación israelí. Froome será el guía y la luz en el entramado de la carrera más compleja del mundo, un reto formidable en sí mismo. La veteranía y las vivencias de Froome se antojan un pilar fundamental para nutrir al equipo israelí. El británico podría correr la carrera que tanto ama con los ojos cerrados. Eso le concede un papel decisivo y un nítido ascendente sobre una formación sin apenas vuelo en el Tour. La figura del británico se antoja muy influyente más allá del ámbito meramente deportivo. El viejo campeón podrá ejercer el liderato de puertas adentro, donde se teje el otro Tour. Profesor Froome.