bilbao - Un año atrás, el 6 de julio, en Limoges, Kittel le rebañó la gloria a Coquard por una pulgada. No más. 2,8 centímetros, exactamente. Kittel es un gigante e impuso su estatura ante el menudo francés. En aquella foto-finish, el alemán aseguró que venció porque sus brazos son más largos. La estatura salvó al alemán. Se estiró Kittel y derrotó el entusiasmo de Coquard. El francés no está en este Tour. Kittel sí. El alemán tiene eco. Cantó su tercer bingo. Aunque no lo celebró hasta que la revisión de la foto-finish le levantó los brazos tras la revisión de la imágenes. La sombra del rubicundo germano es muy alargada, la que le otorgan sus 1,88 metros, una de las atalayas del Tour. Una torre de cabellos rubios y ojos azules que esprinta como los ángeles, aunque conecta mejor con la velocidad endiablada. Boasson Hagen, un noruego robusto, también es una fortaleza rodante de 1,81 metros. Ambos son un muro de músculos con columnas por cuádriceps que se disputaron la gloria bajo la mirada de un microscopio. La etapa, más de 200 kilómetros después, se dirimió en el pelo de una pestaña. El canto de un duro no sirvió como referencia. Kittel y Boasson Hagen se citaron en una gota de agua. Calcados. Iguales. Sobre la línea de meta de Nuits-Saint-Georges bien pudo producirse el primer empate del ciclismo moderno. Hasta la foto-finish, el fotomatón de la velocidad, generó demasiadas dudas. ¿Quién ganó? El ojo no alcanzaba a fijar la corona de laurel. No había un perista capaz de tasar una victoria tan bella como ajustada. 6 milímetros en favor de Kittel dictaminó el Tour. El reloj sonrió al alemán. 0,0003 segundos. Tres diezmilésimas más veloz después de cinco horas de tajo y 213,5 kilómetros. Menos que un suspiro.
En ese tiempo se resolvió la enorme lucha de dos gigantes en Nuits-Saint-Georges, enclavada en la región de Borgoña, donde la fama de sus vinos alcanzan la Luna. Los tripulantes del Apolo XV bautizaron un crácter lunar con el nombre de St. George en 1971. La ocurrencia llegó a través del vino y la literatura, que siempre mezclan bien. En la novela de Julio Verne, De la Tierra a la Luna, Michel Ardan es lanzado por un cañón hacia la Luna. Tras alunizar y antes de regresar a la tierra posó un recuerdo en el satélite, una botella de borgoña, un Nuits Saint Georges Grand Cru. Los autronautas se acordaron del vino cuando vieron aquel cráter junto al que se había depositado su nave.
El sprint entre Kittel y Boasson-Hagen dio para un brindis y el paladeo de un lucha al límite, más allá del ácido láctico, que elevó la igualdad a otro estadio. Territorio virgen. El duelo entre Kittel y Boasson Hagen fue un viaje a la Luna. La disputa tuvo material de sobra para la ciencia-ficción. El duelo al milímetro del exuberante alemán, el galán del pelotón, y el veterano noruego, que es la respuesta del Dimension Data a la ausencia de Cavendish, fue un canto a la igualdad, una oda a la velocidad y la disputa. La sublimación del sprint. A Boasson Hagen le derrotó el estirón de Kittel, con crecederas en julio, y su bicicleta lanzada al infinito.
Tachado el británico y sin huella de Sagan, Kittel condecoró su pechera con su tercer triunfo para igualarse a Erik Zabel, el velocista alemán, con doce victorias en el palmarés del Tour. La última tuvo la intriga del mejor thriller. Tuvo que actuar de oficio la foto-finish para determinar al autor de un triunfo majestuoso, resuelto por un pelo y la tecnología capaz de captuar y determinar esa diferencia, la más escueta en la historia del Tour. Pero ni sobre esa mesa de autopsia se pudo determinar para quién era la gloria y para quién la mueca. Tan cerca y tan lejos. Acostados en el mismo colchón los fastos y los llantos. El reloj pellizcó a Kittel, que dio un respingo después de golgarse del manillar para buscar aire después de ensillarse a la agonía. Kittel venció porque es el más rápido, pero su mala colocación y el empeño de Boasson Hagen, que esprintó de fábula, le pudieron borrar la sonrisa en un día con más nervio.
temor de abanicos Entre los viñedos soplaba el viento de costado. Mori, Gène, Van Baarle y Bouet (se lanzaron a recorrer su sueño el día que el Tour se coloca el pañuelico rojo por San Fermín. El rojo del peligro se adueñó de una buena parte del trayecto por temor a los abanicos, el terror de los ciclistas. Lotto abrió las ventanas para airear aquello. El carruaje blanco del Sky, coronado por el amarillo de Froome, el Astana de Aru, el Trek de Contador, el BMC de Porte y el Movisatr de Quintana no se fiaban y se disputaron las posiciones de cabeza. Con la montaña pesputando, nadie quiso volar de la general por culpa del viento. Las miradas tensas y los codos afilados no dieron para más que marcar territorio. No hubo abanicos y respiraron los jerarcas en la desembocadura, cuando anularon a los cuatro aventureros. De inmediato comenzó el baile por la victoria. Una cascada de velocidad que en su remolino fijo un pulso colosal. Lo nunca visto. Kittel y Boasson Hagen en un pugna memorable. Seis milímetros, 0,0003 segundos y una foto-finish que eligió al alemán. Kittel es más fotogénico.