rennes - Atrapado en el tiempo, en suspenso en el Tour, al explosivo Mark Cavendish, el sprinter que nació en la Isla de Man, el peñón de la velocidad, entre motos, se le había gripado el motor. Abría la maneta de gas y del tubo de escape solo salían lamentos y suspiros. Su aceleración, esa que le colocó 25 victorias sobre la pechera en la carrera francesa se había desvanecido. Se elevó al cielo en el Sky, el equipo del método, pero desde su trasvase al Etixx, otro acorazado del ciclismo, se le había apaciguado la velocidad, como si su poderoso tren inferior no reconociera al hombre bala que es. No se reflejaba Cavendish en el espejo de su palmarés extraordinario. Le costaba cazar. El gran francotirador, nervioso, el pulso acelerado, erraba el tiro. Se lo recordó Patrick Lefevre, el manager del Etixx, en los días en los que asistía a las celebraciones de Greipel. “Cavendish tiene que demostrar que aún es el esprinter más rápido”. Sal para la herida. Gasolina para Cavendish, contrariado con el Tour, la carrera que tantas veces le había elevado al altar de los velocistas. El británico había abrazado a Tony Martin en el pavés y Zdenek Stybar en La Havre, ambos victoriosos. A él, que siempre le habían felicitado, nadie le achuchaba. Hasta ayer en Fougères, donde estalló. Dos años después. Le rodeó con los brazos su mujer, que le esperaba cerca del podio. Él la besó. Un beso por el triunfo, otro por la paciencia y quién sabe si por el sabor que dejan en el paladar de la memoria los buenos recuerdos. Después, Cavendish abrazó a su hija y la besó. Ocurrió antes de recibir los besos de las azafatas, las caricias que extrañaban sus las mejillas, tantas veces el carmín en ellas. Durante años.

Por algún motivo, el exuberante Cavendish perdió la brújula que le estampaba en las victorias. Extraviado en el camino de retorno al podio, al británico parecía vestirle una maldición, una más del Tour, la carrera que devora a sus héroes sin miramientos. El británico, que patinó Zelanda al impacientarse, que no daba con su carné de identidad, perdido en el desierto de las dudas, preso en la celda de la desconfianza, tiró del hilo de la victoria con un sprint de motociclista. En la ligera curva que enlazaba con la línea de meta, se coló por el interior a André Greipel, el coloso que se despreocupó del británico. Lo descontó el alemán, convencido de que a Cavendish se le había olvidado la velocidad, plegada con prisas en un cajón del trastero. Se equivocó de punta a punta Greipel. El británico se empeñó en recuperarla, en arrancarla del olvido, en quitarle el polvo. Olfateó el aire y midió la distancia; en las fosas nasales, el aroma de las flores. Las polinizó con el aleteo de un feliz colibrí que volvía a volar. “Temí quedarme cerrado, pero al final pude salir. Afortunadamente Greipel no me ha cerrado, pudo enviarme a las vallas pero ha sido un caballero”, dijo el británico sobre el retorno al hogar.

Al renacimiento de Cavendish, a su vuelo supersónico, no pudo asistir su compañero, Tony Martin, que también voló. Lo hizo de mañana, en un avión que aterrizó en un quirófano de Alemania, donde fue operado de la clavícula, quebrada en Amiens. Encamado Martin tras la exitosa intervención, el alemán ojeó el triunfo de Cavendish pegado al mando a distancia. Desde allí también asistió al homenaje que le tributó Chris Froome, líder in pectore -“llegará a los Pirineos como un misil”, describió Eusebio Unzué, manager de Movistar-, que decidió no cubrirse con la túnica sagrada durante la etapa en la que Contador se fue al suelo en la salida neutralizada. Un pequeño susto. Al homenaje de Froome se sumó la balsámica victoria de Cavendish, el tercer hombre con más triunfos en la biografía del Tour, solo superado por el canibalismo de Eddy Merckx: 35 victorias y la ambición de Hinault, 28 etapas en la caja registradora. La del británico cuenta ahora con 26. El número de su liberación. La redención de Cavendish.