Viana. Desde Etxebarria no se ve Arrate. Lo tapa el monte Kalamua. Así que los chavales del pueblo crecen mirando al cielo e imaginándose cómo será ese lugar que llaman el santuario. Es un paraíso imaginario. ¿Qué habrá allí? ¿Qué tesoros esconde? Hasta que lo descubren. Amets Txurruka lo hizo con ocho años. Se subió a la bici, cruzó la frontera de Etxebarria y comenzó a pedalear hacia el Kalamua. Quería ver qué había detrás. Descubrir su cara oculta. Dejar su huella. Como hizo en la Luna Armstrong, pero Neil, el astronauta. Lo que vio apenas le dijo nada. Un lugar precioso, eso sí, con sus vistas sobre Eibar, las verdes praderas, los bosques frondosos y el santuario. Pero ni rastro del mito ciclista. Claro, para eso, hace falta ver a los corredores. Bajó Amets desencantado. No había tesoros en Arrate. Volvió a subir más tarde. Pero esta vez sin bicicleta, en coche con sus padres, la mochila con el bocadillo y los ojos como platos. Entonces sí, descubrió el santuario. Vio a los santos. Los ciclistas. A Franco Chioccioli, el italiano que en 1991 fundió a Marino en el Giro de Italia y un año después, pasó como una exhalación por delante de los ojos de Txurruka. Volaba como una ángel. Al niño que ahora es ciclista, corre en Euskaltel-Euskadi y sube hoy Arrate en el primer final en alto de la Vuelta, se le quedó grabada esa imagen en la retina. "No es que sea ciclista por Arrate, pero ayudó mucho".
Txurruka creció como ciclista viendo correr en Arrate a las generaciones que despuntaban en los años 90. "Algún año incluso estuvo echando una mano poniendo vallas". Y como él, lo hicieron antes y después otros corredores.
En la vertiente opuesta a la de Etxebarria está Eibar. Y, pegado a Eibar, Ermua. De allí es Aitor Galdos, que corre en el Caja Rural. "Nosotros, mi generación, crecimos con la mirada puesta en Arrate. Allí empezó nuestra afición". De críos. Un juego. "Entonces, ir con la bicicleta hasta Eibar era toda una aventura, así que imagínate lo que suponía para nosotros subir hasta Arrate". Con 13 años o así, Galdos salió en mountain bike con la cuadrilla hacia el santuario. "Para nosotros era un coloso. Y subirlo, un viaje maravilloso que duraba todo el día. "Llegábamos hasta el santuario y desde allí seguíamos hasta la cima del monte Urko para tirarnos luego por las pistas y volver a casa". Galdos también recuerda a ciclistas. No se le olvida la deliciosa figura de Bugno camino del santuario vestido con el maillot de campeón del mundo. De Chioccioli, como Txurruka, también se acuerda, pero más que en Arrate, en Elgeta, "que lo subía con plato". Y, por supuesto, a Indurain. "Le vi ganar allí". En 1996, su último año. Poco después, llegó Joseba Beloki para entronizarse en la montaña sagrada de los vascos.
Para Joseba Beloki no hay un puerto más querido que Arrate en la cartografía ciclista. "Me daba todo antes del Tour. Me contaba como estaba, me decía si llegaba bien a mi gran cita con Francia. Así que le cogí mucho cariño", dice el alavés. Lo descubrió en bicicleta en 1999, con Euskaltel-Euskadi, pero ya lo conocía. En los 80, su aita le llevaba en coche a ver a Jokin Mujika. "Mi aita ha sido más de Jokin que de mí", bromea Beloki, que recuerda esa época y evoca a Cabestany y, claro, al gran y valiente Marino, que caía siempre en la red de Iñaki Gastón, el vizcaino que ganó tres veces en el santuario: 1985, 86 y 87. Marino no llegó a hacerlo. Mujika lo hizo en 1988.
dos triunfos para Tamames Los años 70 fueron de Galdos y Lazcano. Fue la década en la que la Vuelta instaló frente al santuario dos llegadas. La primera, en 1972, la ganó Agustín Tamames; la segunda, dos años después, también. Tamames era un salmantino fuerte que ganó también una Vuelta, además de un centenar de carreras en los 70 y al que luego la vida le maltrató cuando uno de sus hijos se quedó tetrapléjico tras un accidente de coche.
Símbolo de la fortaleza de Tamames -"Cuando estaba en forma era muy bueno", suele recordar-, en el 72 le ganó en Arrate a Fuente, que era el líder de la carrera, atacó nada más empezar, trató de soltar al salmantino, pero no pudo y acabó rindiéndose. Y en el 74 se impuso a Miguel Mari Lasa y Ocaña. Llegó solo. Tamames también ganó en Urkiola y, alguna vez, al sprint a un tal Txomin Perurena.
La época más gloriosa de la Subida a Arrate fueron los 50 y los 60, los años de Loroño, Bahamontes, Sagardui y, también de Antón Barrutia. El toledano, un escalador supremo, ganó cinco veces seguidas en el santuario, aunque él se adjudica una más, la del 63 que figura en el palmarés de Sagarduy, porque dice que el galdakoztarra le agarró del sillín, los jueces lo vieron y, pese a que entró primero, acabaron descalificándolo. "El trofeo, un hombre dorado con una pistola, lo tengo yo en casa", dice Bahamontes. En la historia no hay rastro escrito. Antes que Bahamontes, dominó la prueba Antón Barrutia, que ganó dos veces antes de que explotara la rivalidad entre el toledano y Jesús Loroño, un episodio apasionante de la historia del ciclismo al que asistió Barrutia que, por ejemplo, se tuvo que llevar a Loroño en coche de Madrid a Bilbao cuando Langarica le dijo que no correría el Tour que acabó ganando Bahamontes. Loroño ganó una subida a Arrate, la de 1949. Ocho años antes, en 41, había nacido una carrera que ahora es leyenda. Esa primera edición la ganó Pedro Zugasti, el primero de la generaciones que crecieron al abrigo de Arrate.