Seraing. En todas sus reencarnaciones, el Tour adopta siempre la misma forma. Es un animal sigiloso, un depredador. Siempre al acecho. El rey de su jungla. Calcula la dirección del viento, el terreno, la distancia y espera agazapado. Ya caerán. Y, claro, caen. Ciclistas confiados entre sus garras. Rojas, Plaza, Rogers y Luis León Sánchez tras el primer zarpazo; Valverde y muchos más en el segundo, cuando un aficionado se metió en la carretera con su cámara en mitad del pelotón recordando a aquel gendarme contra el que se estrelló Jalabert en 1994, pero mucho menos trágico. No hubo sangre ni dolor. Un susto. El Tour, benévolo, les dejó marchar.
Pasó eso y todo lo demás en los últimos 25 kilómetros, tras algo más de 170 de marcheta aburrida por las Ardenas de los frondosos bosques oscuros. Un turre que cargó de razones a los que piensan que el Tour, además de un depredador, es un animal de costumbres regido por una sucesión de movimientos mecánicos que se repiten cada año independientemente del escenario. Da lo mismo que la primera etapa en línea sea llana como un plato o, como ayer, rugosa y llena de asperezas, que siempre habrá una fuga que chupe cámara durante las primeras horas del Tour con la complacencia del pelotón y su líder.
Ayer, los focos iluminaron durante toda la etapa a Gené, Bouet, Edet, Delaplace, Morkov y Urtasun, el navarro de Euskaltel que también luchó por el primer maillot de puntos rojos de la montaña. Acabó cediendo ante Morkov tras un sprint angustioso en la última cota del día. El danés lo celebró como el mayor de los triunfos. Levantó el dedo a un cielo de nubes que corrían empujadas por el viento y sonrió a la cámara. En el Tour todo está sobredimensionado.
Un final histérico Así que nadie regala nada. Una etapa es un trofeo de caza mayor. El amarillo, una pieza única. Los escapados patalearon antes de ser cazados. Tardaron en caer. Fue a menos de diez kilómetros. Cuando el pelotón corría espantado por los dos zarpazos del Tour, el olor de la sangre, la histeria, la desbandada de los animalillos. Entraron al galope en la estrecha ruta hacia Seraing, una meta colgada de una colina. El refugio, la salvación. La primera etapa del Tour rugía. El pelotón lo escuchaba y corría más. Miedo.
El Tour es una cuestión de supervivencia. En eso pensaban los animales de figura estilizada y aliento largo, fondistas que miran al horizonte de París. Wiggins, Evans, Valverde, Samuel, Nibali, Frank Schleck, Menchov… Subsistir como objetivo. Es el día a día de los favoritos en el Tour. Ayer, pese a los movimientos de Evans en cabeza, llegaron todos juntos. "Estamos donde debemos", valoró, satisfecho, Samuel.
Con los líderes convive otra especie en la jungla de la grande bouclé. Son tan depredadores como el propio Tour. A Cancellara le delatan dos colmillos largos y brillantes que le asoman por encima del labio cuando sonríe. O cuando aplasta los pedales y aprieta los dientes. En la cota de Seraing, esperó a que Chavanel lanzara su esperado ataque en la parte más dura, por encima del 10% a apenas 1,9 kilómetros de la cima, a que Evans reaccionara y Sagan asomase, para reescribir su estrategia. "Al principio pensaba solo en defender el amarillo", reconoció. Luego, cambió de idea. Fue, claro, cuando pisó un tramo de apenas cien metros de pavés, su hábitat. Allí, a kilómetro y medio, saltó Cancellara sobre sus rivales.
Sacó de punto a todos, menos a uno: Peter Sagan, un animal.
El eslovaco se agarró a la rueda de Cancellara y ahí se quedó, inmóvil. Paciente, frío, hábil y maduro como no debería serlo un ciclista de 22 años al que se le supone la precipitación de la sangre caliente y juvenil y la torpeza de la inocencia. No se inmutó con las órdenes del líder suizo para que relevara. Tampoco movió una pestaña cuando llegó hasta ellos Boasson Hagen, el temible noruego con cuerpo de armario ropero. Ni pareció preocuparle que el pelotón de los favoritos se les echase encima. Tampoco Cancellara renunció. "¿Parar? No, yo no soy así", dijo luego. Tiró orgulloso y amarillo hasta el final y a 170 metros lanzó él mismo el sprint. Sagan se lo comió. Animal.
Un fenómeno No parecía serlo cuando se bajó de la bicicleta, los mofletes sonrojados, la mirada azul y tímida y la palabra justa, más bien escasa y simple. Dicen los filósofos que en el amor está representada la persona, que uno ama como realmente es. Los fieros, a lo salvaje; los románticos, con corazón; los descorazonados, sin amor. Y, de la misma manera, podrían decir los poetas que los ciclistas corren en bicicleta como son, salvajes como los huracanes o delicados como la brisa. A todos ellos les negaría Peter Sagan, un ciclista volcánico, un pura sangre cuando mete el taco de la zapatilla en los pedales y manso, humano, casi insignificante cuando posa los pies en el suelo.
Si le preguntan si se siente, como todo el mundo le señala, un fenómeno, responde que siempre ocurre en el ciclismo que cuando un joven despunta la prensa le empieza a comparar con los grandes campeones de la historia, Hinault, Merckx y los demás, y que eso está bien, que no pasa nada, que así funciona el deporte, pero que él prefiere no pensar en esas cosas. "Todavía soy joven y no sé quién soy ni cómo soy", suele decir.
Y, sin embargo, es un fenómeno. De niño, cuando admiraba a Ullrich porque era el que ganaba entonces, fue campeón del mundo junior de mountain bike y plata en ciclocross. En carretera, lo ganó todo. De profesional tiene ya un carro de victorias conseguidas de las maneras más asombrosas y variadas imaginables, y ayer se convirtió, con 22 años, en el ciclista más joven en ganar una etapa del Tour desde Armstrong en 1993, lo que hizo explotar de júbilo a Stefano Zanatta, su director en el Liquigas, que dijo que Sagan era más fuerte que el tejano de los siete Tours.
Cuando se lo contaron, el chico sonrió con timidez. "Bueno, yo estoy contento por ganar hoy", dijo manso y avergonzado Sagan, un animal sobre la bicicleta.