Ayer despedimos a Merche en San Vicente, casi como si dijésemos su casa segunda, la que le vio nacer y casarse, la que le oyó cantar y muchas cosas más, bautizos aparte. Murió el viernes. Dejó sus obras y sus amores, porque obras son amores. Una mujer de las de reivindicar. Nacida en Vitoria un 5 de enero de 1934, creció en tiempos difíciles y supo ser quien fue. Desde joven cultivó sus inquietudes, y a ellas se dedicó. Mujer creadora y activa. Pasó por la Escuela de Artes y aprendió los oficios. Su pasión, la cerámica, le llevó a crear y componer. Retrató a insignes vitorianos, su técnica de modelado era encomiable, y con afán aventurero y su gran capacidad de improvisación, indagó en formas y en colores, y sobre todo creó; lo que fue siempre su pasión. No se quedó con lo que sabía para sí, lo compartió dando clases, primero en la escuela y luego en su taller. Expuso lo que hizo y ahí está su obra, extensa.

De la mano de su compañero, Octavio López de Lacalle, combinó el barro y el acero, y también la otra pasión de su vida, la voz. Con la Coral Manuel Iradier cantaron y viajaron, por aquí y por allá, y ahí se mantuvieron siempre hasta que las circunstancias les obligaron a recordarse más que a verse. Mercedes, Merceditas cuando niña, y en estos últimos años Miss Daisy, manteniendo siempre la sonrisa y la pícara mirada y paseando desde su silla por su querida Gasteiz de la mano de sus hijos. Se nos va gente que se merece un rincón en nuestra memoria, uno grande. Mujeres que supieron ser personas y navegar en un mundo complejo con alegría y ganas de ser algo más que la señora de. Creadoras, alegres y, a su modo, combativas, pero a la vez mujeres de familia y de querer. Se nos queda un hueco grande, pero un hueco relleno y pleno que merece que cubramos con su huella y nuestros recuerdos.