as audiencias de los informativos crecieron con la invasión rusa de Ucrania y a medida que esta guerra se ha convertido en hecho rutinario (va a cumplir 50 días) han vuelto a su ser. Sin un protocolo común y definido, las cadenas han improvisado su estrategia editorial con mejor o peor fortuna y están produciendo excesos de dramatismo y morbosidad en las imágenes. ¿Hay que censurar la realidad? No, pero Iker Jiménez no puede llevar artefactos bélicos al plató como invitados estelares. Es una macabra frivolidad.
Si fueron reveladoras las fotos de miles y miles de judíos asesinados en campos de exterminio para dimensionar la monstruosidad nazi, también ahora es indispensable ser explícitos con los estragos de Rusia en Bucha, Jarkov, Mariúpol y otras ciudades mártires de Ucrania. Ver para creer, pero no como espectáculo. Ha dicho Pérez-Reverte, autor del más repugnante relato sobre la guerra de los Balcanes, Territorio Comanche, que "hay que mostrar la salvajada de la guerra como es. Hay que cortarle el desayuno, la comida y la cena al espectador del telediario". No, señor cínico, la información fracasa si su precio es la dignidad humana.
Lo indigno ocurrió en Ya son las ocho, en Telecinco, donde María Jamardo, replicando el discurso de Zelenski al Congreso de los Diputados ("estamos en 2022 pero parece que estuviéramos en abril de 1937, en Gernika"), rechinó con que "ni el que bombardeaba era malo, ni los bombardeados eran tan buenos". Si esto no es delito de odio el Mein Kampf de Hitler es un ingenuo tebeo. Tardíamente, Sonsoles Ónega pidió disculpas y se desmarcó del exabrupto, lo que le honra; pero más decente sería que esa voxera no volviese. Como hay que ser más listos que el enemigo, taponemos lo que a Putin le interesa difundir. El boicot a la propaganda criminal es la lucha de la retaguardia democrática.