- Primando “la emoción a la claridad o la corrección”, Rosalía regresa cuatro años después del disco que la encumbró internacionalmente, El mal querer (2018), ganador de un premio Grammy, con un trabajo aún más experimental que supone un golpe de timón defendido frente a viento y marea. Reguetón clásico, flamenco, bolero, el verbo rápido de las raperas, interludios jazzísticos... Todo juega su papel en Motomami y ahora, tras este tiempo de arduo trabajo alejada de su familia y de semanas de suspicacias expresadas sin freno en redes, recibe los elogios de crítica y público por su tercer álbum de estudio pese a la radicalidad de su propuesta.

¿Saben mejor las buenas críticas después de meses de recelos?

—Saben especialmente bien después de tres años de trabajo, de dedicación. No ha sido nada fácil estando casi dos años lejos de mi familia.

De eso habla en ‘G3 NI5’...

—Sí, y por eso hay también baladas que tienen que ver con personas a las que quiero y de las que he estado lejos, también lejos del lugar en el que vivo, que son pilares de mi vida, pero estoy muy satisfecha de haber podido compartirlo por fin.

Hay que ser muy valiente para venir de un disco de tanto éxito como ‘El mal querer’ (2018) y darle una vuelta a todo, a pesar de ataques como cuando las redes lanzaron veredicto con los primeros 15 segundos de ‘Hentai’.

—Las canciones, cuando se escuchan sin su contexto, el juicio que uno puede emitir sobre ellas a lo mejor no es todo lo preciso que podría ser. En el caso de Motomami, cuando la gente escuche el disco de arriba a abajo verán que hay un sentido y una intención de cada pieza por el tiempo que le he dedicado solo al orden de cada canción, midiendo cada detalle para que vivieran la experiencia.

Una experiencia muy personal, ¿no es así?

—Sí, porque tiene un tono muy de diario, de material autobiográfico, cosa que nunca había hecho en otros proyectos. Son mis vivencias de estos tres años, mis reflexiones y mis emociones.

Justo el disco acaba con ‘Sakura’, donde hay este verso: “Solo hay riesgo si hay algo que perder”. ¿Va a fuego en esta profesión?

—Como músico me gusta intentar llegar hasta el final de una idea. Sea lo que sea en lo que esté trabajando, si tomo la decisión de que una canción va a tratar sobre un tema con tal arreglo, lo hago sin quedarme a medias tintas. Mis artistas favoritos son radicales en sus propuestas y he aprendido de esas inspiraciones. Es como yo entro al estudio, desde la experimentación, la libertad y la espontaneidad.

¿A veces hay que rebelarse contra el oyente o seguidor continuista?

—Es como en la vida. Si uno se aferra a un momento, te pierdes lo que está pasando. Mientras conduces una moto, a esa velocidad no puedes mirar hacia atrás, hay que mirar hacia delante. Entiendo que como humanos tenemos tendencia a acercarnos a lo que ya conocemos y nos reconforta. Intento pelearme un poco con esa tendencia natural.

¿Entiende entonces las reticencias a lo nuevo?

—También a mí me han incomodado a veces la primera vez que he escuchado las obras de mis artistas favoritos. Hasta que no ha pasado el tiempo no las he disfrutado. Pero esta es la experiencia de alguien que disfruta la música. Trabajo por proyectos y este es uno más. Intento no aferrarme a las cosas. Me gusta pensar que Motomami es diferente, porque el momento es diferente y por eso la sonoridad lo es.

Uno de los cambios que más han llamado la atención del público es su forma de escribir las letras e incluso de interpretarlas. Había quien se quejaba de que hacían falta subtítulos a veces.

—La forma es algo que me tira por defecto. Enseguida voy para ese lado. La mayor parte del tiempo priorizo la emoción y el timbre. Yo produzco mis canciones y la parte vocal. He dedicado solo un año a ese apartado de las voces. Es muy deliberado cada detalle. Para mí es más importante la emoción que la corrección o la claridad.