Dirección: Jon Watts. Guion: Chris McKenna y Erik Sommers. Intérpretes: Tom Holland, Zendaya, Benedict Cumberbatch, Marisa Tomei, Jacob Batalon, Jon Favreau, Angourie Rice, Alfred Molina y Jamie Foxx. País: EE UU 2021. Duración: 148 minutos.

odo en esta tercera entrega del Spiderman protagonizado por Tom Holland se mueve en torno al número tres. El tres, el número del reino de los ángeles, el número del tiempo y del destino, establece la clave simbólica de un filme que unos días después de su estreno se presenta como la primera señal de recuperación, la nueva buena del final del divorcio que las salas de cine habían establecido con respecto a un público diezmado por el miedo a la Covid, por las restricciones forzosas y las plataformas depredadoras. Allí donde "Eternals" se hundió, Spiderman impone la resurrección de la Marvel. Tal vez no sea el principio del fin de las vacas flacas, pero es el primer brote verde y con él, se han vuelto a llenar las salas de cine como hacía mucho tiempo que no sucedía.

Abundan las crónicas y los relatos en torno a las supuestas maravillas de esta entrega que hace del metaverso su principal seña de identidad. "Spiderman: no way home" no es la primera pero sí la más significativa puerta abierta a una nueva manera de concebir el relato fílmico. En tiempos de "falsaportes" sanitarios y vacunas sin fin, aparece el nuevo testamento de una religión vieja. Si se acude a términos bíblicos no es sino porque eso es lo que se reclama en Spiderman, la primera gran obra cinematográfica que explota a fondo el concepto acuñado por Neal Stephenson y explotado por Mark Zuckerberg. Estamos ante el caleidoscopio del espacio virtual, el amanecer de la experiencia cuántica. Bienvenido a la intoxicación digital. Es el tiempo del mundo de los avatares; la hora de la fusión entre la ficción y la ficción. Así, en "No way home", se escenifica un abrazo demoledor que todo lo une y que todo lo difumina.

Aunque a muchos cineastas y críticos le salen ampollas cuando se les pregunta por el cine de superhéroes, nadie debería obviar que estamos ante el fenómeno cinematográfico más influyente del siglo XXI. De hecho, la profesionalidad de todos los incontables agentes que aportan trabajo y hálito a la última entrega de Spiderman, apabulla. Desde la banda sonora a los efectos especiales, de la animación al montaje, detrás de cada segundo, decenas de ojos vigilan por la eficiencia de todos los componentes. Entre ellos están los mejores.

Hay muchas razones para argumentar que la inacabable saga impulsada por la entente Marvel-Walt Disney produce películas como churros. Pero incluso aunque sea de eso de lo que se trata, tendremos que reconocer que este churro es de los mejores y que algo anida en su interior que resuena después de visto. Ese algo no es sino su valor de espejo deformante pero delatador de la realidad. Esa naturaleza de palimpsesto del presente hace de Spiderman un fenómeno singular. Pero, ¿por qué de toda la galería de superhéroes de la Marvel, siempre se acaba imponiendo Spiderman?

En ese proceso dialéctico tan común en la cultura yanqui y tan aceptado fuera de sus fronteras, la DC y la Marvel sostienen un duelo de insospechado final. En tiempos fluidos, en el siglo de la anemia intelectual y el pensamiento raquítico, los escenarios representados por ese olimpo nacido en el siglo XX, conforman el breviario de la nueva mitología. Ahí descansan los nuevos textos sagrados. Si en la DC reinventada por Nolan, Superman asume la solemnidad de lo inmutable gracias a su naturaleza sobrehumana, o sea, divina; en la Marvel sostenida por la Disney, Spiderman deviene en el principal icono. La gran baza de este filme consiste en sumar todo lo que había. Y le corresponde a John Watts, director de la trilogía de Holland, el prodigio de convocar el misterio de la santísima trinidad: tres Peter Parker diferentes y un solo Spiderman verdadero. Algo que siempre ha sido inexplicable pero que siempre acaba funcionando.