—¿A quién se le ocurre hacerles eso a les niñes? ¡Bastante tuvimos nosotres! —se quejó Mentxu.

—Hay cosas que no se pueden entender si no las has vivido —se defendió Farah—, y, por mucho que se lo explique, el viejo mundo era tan absurdo y tan violento que es casi imposible que lo entiendan de otra forma.

—¡Qué manía con tener que entenderlo todo! -trinó Mentxu—. ¿Por qué te aferras a esas lógicas de conocimiento antiguopatriarcales, antivitales y prekiribiles?

—Déjala, Mentxu —contestó Kaxilda—. Nuestra Farah es de la vieja escuela.

—¡Pero si tiene mi edad!

—Pero no tuvo tu suerte. —Kaxi tenía razón. Antes de fundar Kiribil, Mentxu y Farah vivían en la misma ciudad, pero ni se conocían ni había muchas probabilidades de que lo hicieran, a no ser que Mentxu contratase los servicios de Farah. Y, aun así, nunca llegarían a conocerse realmente: las grandes ciudades albergaban varios mundos que únicamente se relacionaban desde la violencia.

—Aún así, no comparto la idea de hacerles eso a les niñes —dijo Mentxu.

—Es un juego. Pueden dejarlo cuando quieran. —Les tres viejes estaban bañándose en el río. Como Kaxilda acababa de salir de un período de transición, Farah se encargó de ponerle al día: el día anterior, después de cenar, Zuhaitz le pidió que le contara una vez más cómo era la vida antes de Kiribil. Zuhaitz nunca se cansaba de escuchar las historias de Farah, ni Farah de contárselas. Había ciertas ideas que a le niñe le costaba asimilar; pero le gustaba la sonoridad de las palabras antiguas de Farah y tomaba notas mientras le vieje hablaba. El resto de les niñes corrieron a reunirse en torno a Farah en cuanto empezó a hablar; a elles también les gustaba su manera de narrar, y guardaban silencio mientras le vieje hablaba.

—¿Os gustan las carreras? —les preguntó Farah.

—¡SÍ! —chillaron les niñes al unísono.

—Bueno, pues imaginaos que lo tuvierais que hacer todo así, corriendo.

—¡Qué divertido! —exclamó Zuhaitz, provocando la risa de les demás niñes. Farah también se rio.

—¿Suena bien, verdad? ¿Por qué no hacéis una prueba? Os reto a que hagáis todas las tareas de mañana corriendo; no solo las tareas asignadas, sino también las necesidades y los juegos. ¿Qué os parece? —Les niñes aplaudieron entusiasmades, y algunes ni siquiera pudieron sestear de la excitación.

Al día siguiente, Farah les esperó en el Puente Viejo para darles las instrucciones: además de hacerlo todo corriendo, les niñes debían prescindir del sesteo hasta que se pusiera el sol. Algunes protestaron; otres miraron a le vieje como si les estuviera hablando en una lengua desconocida. Lili gritó:

—¡Nos vamos a morir!

Y les más pequeñes rompieron a llorar.

—Nadie se va a morir —contestó Farah—. Vais a hacer vuestras tareas, y, como las vais a hacer rápido, tardaréis mucho menos tiempo en terminarlas, así que cuando las terminéis os pondré más tareas. Pararéis para comer algo al mediodía y después seguiréis tarereando hasta la hora de cenar. Y, cuando acabéis, sestearéis ocho horas seguidas.

—¿Quién quiere sestear ocho horas seguidas? ¡Qué aburrimiento! —protestó Kirmen.

Farah esperó a que les niñes se calmaran.

—Solo es un día. Os prometo que no os vais a morir.

—Farah tiene razón —dijo Zuhaitz—, solo es un día. —Farah ya había observado la influencia que tenía Zuhaitz sobre les demás niñes. Su valentía y su arrojo tranquilizaban a les más pequeñes, que adoraban estar cerca de elle porque era le que más paciencia tenía y más les ayudaba—. Además, solo es un juego. Podemos parar cuando queramos. ¿Verdad, Farah?

—Por supuesto —contestó le vieje. Después les detalló la jornada del día: empezarían preparando las cestas de la semana, tras lo cual recogerían las vainas, asegurándose de arrancar y separar las que no sirvieran. Una vez hubieran llenado los cubos, pasarían a sembrar las semillas de tomate. A media mañana se reunirían con les demás para hacer el hamaiketako, pero solo durante media hora. A las 11:30, imprimirían y clasificarían los pedidos de la semana y visitarían a les compañeres que estaban en período de transición. Dispondrían de una hora para comer con elles, y después planificarían las actividades de ocio del mes y recopilarían todas las propuestas de la comunidad. Atenderían a les más pequeñes y se encargarían de preparar la cena, recoger los platos y dejarlo todo limpio antes de que se pusiera el sol. Antes de dar la jornada por terminada, se ocuparían de preparar su funeral, el funeral de Farah, que había decidido morir esa misma semana.

Farah organizó los grupos rápidamente: en cada grupo debía haber al menos una persona que supiera leer, y les menores de siete años no participarían.

—¡Yo quiero participar! —se quejó Lili.

—Lo siento, Lili, pero será mejor que no. Además, como se van a ocupar de todas las tareas, vosotres tendréis más tiempo para jugar. —Esto pareció satisfacer a les más pequeñes, que aun así quisieron ver cómo se las apañaban sus compañeres, y decidieron seguirles.

Cuando Farah dio la señal, todes les niñes corrieron hacia la oficina del invernadero. Hubo mucho alboroto. Les niñes eran demasiades para entrar cómodamente en el habitáculo, así que Zuhaitz tomó las riendas.

—No hace falta que estemos tantes para imprimir los pedidos. Esperad fuera, salgo enseguida. —Les niñes salieron al invernadero, nervioses. ¿Debían correr mientras esperaban a que Zuhaitz saliera? Kirmen creía que sí; Uxoa dijo que no hacía falta, que solo serían cinco minutos, que Farah les había dicho que debían hacer las tareas corriendo pero que eso no incluía los tiempos de espera. Mientras hablaba, ordenó mentalmente las tareas para poder realizarlas lo más rápido posible e intentar evitar que todes corrieran y armaran barullo como en la oficina.

—Zuhaitz repartirá las hojas de pedidos; mientras tanto, les más pequeñes irán a por las cestas y Kirmen y yo ordenaremos los pedidos por fecha. Después, cada grupo se organizará como quiera para ir llenando las cestas. ¿Estáis de acuerdo? —Kiribil surtía de hortalizas a las poblaciones de todo el territorio, y una de las tareas de los lunes consistía en organizar los pedidos por cestas antes de realizar los envíos. A cambio, las demás comunidades, cuyas poblaciones rara vez superaban les mil habitantes, ofrecían varios servicios: mientras que en Matzurreta se especializaban en la fabricación de combustibles ecológicos, les habitantes de Toletxe se dedicaban al textil, les de Erriox a las vides y así sucesivamente. Si bien cada comunidad se especializaba en algo concreto, todas contaban con diferentes miembros que desempeñaban las tareas de maestre, médique, fontanere, carpintere, etcétera. Las transacciones entre las distintas localidades funcionaban con un sistema de trueque que habían mejorado con los años y que aseguraba que a nadie le faltara nada.

Les kiribildarras se ocupaban de recoger aquello que la tierra les daba, sin explotarla más de lo debido y respetando los tiempos de la naturaleza. Aquel día tocaba surtir las cestas con lechugas, patatas, zanahorias y remolachas, que se podían cultivar durante todo el año, además de tomates, berenjenas, pimientos, pepinos y judías, todas ellas hortalizas que ya estaban listas en verano.

—¿Kirmen? —preguntó Uxoa.

—Estaba pensando que quizás sería mejor que Lalo, Hodei, Noa, Peru y Siri solo fueran a por las cestas y tú, Zuhaitz, Mare y yo las llenásemos.

—¿Por qué?

—Porque no corren tanto. —Uxoa miró a les niñes a les que Kirmen había nombrado. Noa y Hodei asentían con la cabeza, pero Siri, Peru y Lalo parecían avergonzades. Zuhaitz salió de la oficina en aquel momento y se percató de que algo no iba bien.

—¿Qué pasa? —Uxoa le explicó la situación, y añadió que quizás les compañeres no iban tan rápido pero que hacían su trabajo muy bien, que prestaban más atención que el resto y que nunca se habían equivocado a la hora de llenar las cestas.

—¿Qué queréis hacer vosotres? —les preguntó Zuhaitz.

—A mí me parece... —empezó a decir Lalo, pero Kirmen le interrumpió.

—Si tenemos que hacer las tareas lo más rápido posible, más vale que lo hagamos como lo digo yo. —A todes les sorprendió la reacción de Kirmen, que, si bien era de naturaleza terca, nunca se había mostrado tan intransigente.

—Debemos ser más rápides en la toma de decisiones —intervino Mare—. Llevamos debatiendo demasiado tiempo.

—Estoy de acuerdo —asintió Kirmen.

Zuhaitz no tenía muy claro qué querían decir con aquello de «demasiado tiempo». Normalmente, las tareas se llevaban a cabo sin prisa, respetando los ritmos de todes, pero tenía que admitir que Mare y Kirmen llevaban razón.

—Vale, solo es un día —dijo Zuhaitz mirando a Uxoa, que se había cruzado de brazos y miraba a Mare y a Kirmen sin saber qué decir—. Hagámoslo como dice Kirmen, y luego ya veremos.

—¿Y no sería mejor planificarlo todo ya? Así no perdemos tiempo —dijo Kirmen.

—¡Y dale con lo de «perder tiempo!» —replicó Uxoa—. ¡El tiempo no se pierde nunca! ¿De dónde has sacado esa expresión?

—Me la enseñó Farah. —Kirmen se mostraba orgulloso de saber algo que el resto desconocía. Zuhaitz también sabía qué era «perder el tiempo», pero decidió no decir nada: no quería echar más leña al fuego.

—Bueno, será mejor que empecemos, no queremos perder... —empezó Zuhaitz. Antes de terminar la frase, Uxoa ya estaba resoplando—. No queremos demorarnos; hay mucho que hacer.

Poco antes de terminar, Siri propuso que el grupo se dividiera: les pequeñes se ocuparían de recoger las lechugas mientras les mayores plantaban los puerros. Todes estuvieron de acuerdo: les pequeñes, al ser sus cuerpos más menudos, recorrerían el invernadero más eficazmente que les mayores.

Les mayores terminaron de plantar pronto, y corrieron a ayudar a les pequeñes en el invernadero. Kirmen no ocultó su impaciencia al ver que les pequeñes realizaban la tarea al ritmo habitual.

—Van muy despacio.

—Aún queda media hora para el hamaiketako. Relájate —contestó Mare. Uxoa sonrió para sus adentros. Mare no era de les que se dejaban intimidar.

Todes les niñes contaban con las herramientas necesarias, que portaban en un grueso cinturón, para facilitar la recogida. Les mayores sacaron sus cuchillos y se dispusieron a cortar los tallos de las lechugas junto a les pequeñes.

—¡Me he cortado! —gritó Hodei.

Mare soltó su cuchillo y corrió a atender a le pequeñe.

—¡Ay! —gritó Lalo—. ¡Me he hecho daño!

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