Dirección: Julien Landais. Guión: Jean Pavans, Julien Landais, Hannah Bhuiya (Novela: Henry James). Intérpretes: Jonathan Rhys Meyers, Vanessa Redgrave, Joely Richardson, Lois Robbins y Jon Kortajarena. País: Gran Bretaña 2018. Duración: 90 minutos.
n 1985, James Ivory, un director británico de modales exquisitos y películas sutiles, estrenó una de sus películas más aclamadas: “Una habitación con vistas”. Con un reparto impresionante, aquella fábula rodada en una Florencia convocada por E. M. Forster, el autor de la novela original, lograba una pequeña joya del cine romántico. Hoy, cumplidos ya los 92 años, reaparece el nombre de James Ivory tras esta película rodada en Venecia con análogas pretensiones de delicadeza, hondura y deseo de plenitud. Pero aquí el reparto ya no es tan memorable, por más que Vanessa Redgrave no de ninguna señal de cansancio, ni por mucho que el material argumental sea del mismo Henry James al que Ivory adaptó en “Los europeos” (1979), “Las bostonianas” (1984) y “La copa dorada” (2000).
Ni la excelencia de Henry James, probablemente el mejor escritor en cuanto a calidad literaria del género fantástico que ha habido; ni la experiencia y sensibilidad de Ivory, aquí como productor, logran sostener una incursión aquejada de una insólita anemia.
Henry James se inspiró en las huellas y los ecos de dos referentes históricos del romanticismo, el poeta Schelley y Lord Byron, para servirse de la obsesiva pulsión de un admirador que, a final del siglo XIX, trató de hacerse con los recuerdos escritos por el marido de la creadora del mito de Frankenstein. De hecho, James hizo, rehizo, su novela corta a partir de retazos de la realidad, componiendo un inquietante y misterioso proceso tras unos papeles que, como el monstruo, parecen terminar en el fuego.
No es la primera vez que el cine aborda la novela de James y la mejor virtud de ésta reside en su pulcra recreación. Hay algo casi claustrofóbico en su concepción y en su puesta en escena. En las antípodas de “Una habitación con vistas”, aquí pocas vistas se dan. Pocas películas filmadas en Venecia dan tan rotundamente la espalda a la llamada de una ciudad donde, desde cada recoveco, se grita su singular personalidad. Precisamente es de poca personalidad de lo que el filme de Landais adolece. Demasiado anodina, demasiado correcta, su inmersión en los rescoldos del romanticismo deviene en inanimada escarcha de cenizas.