Cuando un jurado en un festival decide realzar con cuatro premios su apoyo a una película, la lectura que se impone habla de que, en ese gesto, hay más que una simple elección. En esa elección hay una actitud de beligerancia, de compromiso; y como todo lo que se (com)promete, abraza un acto de fe. Eso aconteció, como es sabido y como ya se dio noticia en estas mismas páginas, con Beginning. Tras su premiere en la última edición del SSIFF, Beginning fue la gran ganadora en el año de la pandemia y fue premiada en San Sebastián como mejor película, mejor dirección, mejor guion y mejor actriz. Una rotunda unanimidad de un jurado valiente cuya declaración de intenciones no fue secundada en las salas donde se proyectó, ni se producirá en los cines donde ahora se estrena.
Por el contrario, Beginning ha nacido para dividir, para enfrentar, para incomodar. No es película a recomendar para todos los públicos. Rompe a la crítica y enfrenta al público. Es un filme vertebral que nos anuncia el alumbramiento de una cineasta de rigor e insolencia que responde al nombre de Dea Kulumbegashvili; una buena nueva que, con largos silencios, levanta incómodas paradojas. Por eso, lo que aguarda al público que acuda a las salas donde Beginning les espera, adquiere la petición de la exigencia. No es un texto ni fácil, ni unívoco, ni condescendiente.
Y porque no lo es, el contacto con la ópera prima de Kulumbegashvili araña y escuece. Proveniente de un país eclipsado bajo el telón helado de la URSS, Georgia -los íberos del Cáucaso-, hará bien quien desee acercarse a Beginning en recabar información sobre su país de origen. Con más datos, mejor podrá adentrarse en esta obra que arranca con una oración y periclita en un sacrificio.
Kulumbegashvili preparó minuciosamente, con obsesiva paciencia durante cinco años, este largometraje que primero escribió, luego ensayó y finalmente rodó con precisión de geómetra en unos pocos días. Tenía las ideas claras y un equipo rocoso. Entre otros, el editor de El hijo de Saúl, Matthieu Taponier; un compositor de origen chileno y partituras tan hipnóticas como asfixiantes, Nicolás Jaar; o un director de fotografía como Arsheni Khachaturan cuyo concepto de la iluminación se acerca más a las videocreaciones que se proyectan en el MoMa que al cine del Hollywood de la actualidad.
También presencias como la de Carlos Reygadas, productor en las sombras, o como la del cineasta Rati Oneli, productor, actor en este filme de manera ocasional y coguionista; nutren una sólida banda puesta al servicio de una directora que comenzó a alumbrar esta película inspirada por la creciente presencia en su pequeño pueblo natal de fervorosos Testigos de Jehová. Ese espacio de creencia radical y obediencia ciega, el altar donde se venera el ADN de Abraham, la piedra angular de las tres religiones monoteístas que más sangre han vertido en el mundo, sirve para amueblar el paisaje que Beginning explora.
Pero de lo que realmente quiere hablar Kulumbegashvili, con la mirada puesta en la Biblia y la esperanza en el feminismo, es de la rebelión de Yana, la invisibilizada mujer de un pastor protestante en un mundo hostil donde todo deviene en extrañeza. Naked Sky, el cielo desnudo, fue el primer título que tuvo Beginning. Y de cielos huecos y dioses amortizados reverbera esta historia de sangre y silencio. En su interior se esculpe un terrible epitafio a través de desasosegantes planos secuencia donde la vida parece detenida. Sin embargo algo se agita -para quien quiera verlo- en su interior. Un temible estremecimiento: una angustia existencial incomodada con el mundo y fructíferamente incómoda para quien ose abismarse en su interior.