or qué tenemos que llevar mascarilla? Qué injusticia tener a los pobres niños distanciados coartando su legítimo derecho a jugar. Seguro que el virus no existe. ¿Acaso se ve? Más bien tiene pinta de ser una invención de las grandes corporaciones para mantenernos subyugados. O, peor aún, ha sido creado en un laboratorio chino para destruir Occidente. ¿Y la vacuna? Un arma secreta para domarnos a todos como a corderitos. Y encima están desplegando las redes 5G. Estamos rodeados. Por muy descabelladas que suenen todas estas chaladuras, es hora de asumir que tu vecino o tu tía han comprado alguna de ellas. No es que nuestros allegados se hayan calzado el gorro de papel de plata y estén como una regadera. Es normal que alguien pique el anzuelo ante semejante ofensiva negacionista y conspiranoica. En este mar de incertidumbre, hay mucha pregunta y poca respuesta. Y, cuando por fin depositamos toda nuestra esperanza en la denostada ciencia, resulta que ésta arroja poca luz y ninguna certeza. Es el contexto ideal para los vendedores de crecepelo y sus milagrosas soluciones. El caldo de cultivo perfecto para la proliferación de todo tipo de magufos y tarados. Pero, dentro de toda está pléyade de descerebrados, hay una subespecie especialmente peligrosa. La que conscientemente utiliza el miedo de la gente para hacer negocio o ganar popularidad a costa de la desgracia ajena. Podemos mofarnos todo lo que queramos de estos covidiotas, pero su influencia es mucho mayor de lo que parece. En pleno apogeo de la pandemia, estos carroñeros viven el clímax de su miserable existencia. Ahora toca ignorarlos y no darles carrete. Pero algún día, más pronto que tarde, las aguas de este tsunami volverán a su cauce y las ratas de cloaca quedarán a la vista. Será el momento de señalarlas con el dedo y fumigarlas.