ío Baroja, maestro donostiarra de la literatura castellana a quien no gustaba escribir de referencias, buscó en la Ribera navarra material para su obra La ruta del aventurero en el verano de 1914. El escritor navarro José María Iribarren, al que Baroja transmitió sus impresiones, nos lo retrata despavorido tras haber atravesado la Bardena -“polvo, sudor y moscas”, fue su síntesis descriptiva-.

Baroja anduvo por la Ribera en plena canícula, “con el cuerpo en perpetuo incendio, la cara roja, los ojos inyectados y las manos abultadas por la sangre”, por tierras que se le antojaron “grandes, tristes, polvorientas y abrasadas”. Cayó a comer en una posada de Valtierra y, congestionado, preguntó a la moza que le servía si por allí era normal semejante calor, un hombre terció en la conversación diciendo:

--“¿Aquí? Aquí en invierno se hiela la Virgen y en verano se deshace el palio”.

No es la Ribera tierra para exquisiteces ni para dar tregua a pusilánimes. La Ribera es tierra sobria, encallada, de aguas rojas y bosques negros, de montes lejanos y relampagueantes, de sol inclemente y hielo despiadado. Pero también la Ribera es soto placentero, ancha huerta y opulencia vegetal. Sólo que el implacable sol de la Bardena no le dejó a Baroja ver más allá de su propia flaqueza. De donde se deduce que Baroja también era impresionable. Menos mal.

Dos leyendas

* En el castillo de Sancho Abarca vivió una hermosa mora que, al ser requerida para abandonarlo cuando al Cardenal Cisneros se le ocurrió desmochar todos los castillos navarros para evitar levantamientos contra Castilla, se negó a salir de sus estancias y se refugió en el sótano, donde aún vive, encantada, entre las ruinas. De vez en cuando, en luna llena, pueden escucharse sus lamentos sobrecogiendo el silencio.

* El curioso derecho que los roncaleses tienen sobre las tierras bardeneras se debe a una sangrienta leyenda. Fue una joven de Erronkari-Roncal quien lo ganó, “por su virginidad y bravura”, según dicen los papeles. A petición del príncipe heredero, sedujo y mató al rey padre. El príncipe la recompensó después con el goce y disfrute de los pastos de La Bardena para todos los roncaleses y sus descendientes.