Decimoquinto de cuarentena. Tardes de calma, palabra, certidumbre. A partir de las cinco de la tarde, las cinco en sombra de la tarde, los pacientes de la planta en la que Jelen trabajaba en el gran hospital de Txagorritxu esperaban su voz. Todos a la espera. Todas. Algunos con respiradores puestos. Mascarillas que les dejaban marcas en la piel. Aquello era lo de menos. Lo importante era el bicho, escondido, con su silencio de virus encajando sus piezas de lego proteico en las células de los pulmones de los enfermos. El oxígeno les daba hálitos, les ayudaba a seguir manteniendo activo su ejército de reserva leucocita, su inmunodefensivo y nanótico muro, constantemente asediado.
El oxígeno era el que les ayudaba a seguir procurando ese sólido o tenue hilo vital que podía quedar estrangulado desde los pulmones, como el agua de una manguera pisada a conciencia.
Aquello podía suceder en cualquier momento. Jelen y sus compañeras estaban alerta siempre. Y sumado a eso, Jelen había leído cosas.
En ocasiones Jelen no se podía creer determinadas historias. Como que en otros hospitales del estado, médicas y enfermeras tuvieran que decidir a quién colocar el único respirador que tenían a mano para una habitación donde había dos pacientes. Uno mayor y otro más joven. No quería pensar que fuera posible ejecutar de manera obligada por falta de material ese tipo de eutanasia cargada de impotencia.
A Jelen se le ocurrió hacía tres jornadas, llevaba días ya poniéndolo en práctica, leerles un cuento por la megafonía. Un cuento cada tarde. Para levantar el ánimo. Porque los cuentos no son para dormir. Es lo que Jelen pensó siempre. Los cuentos lo son para escucharlos despierta y despertar aún más de lo que despierta una está. Pensó Jelen.
Los primeros relatos se los descargó de internet. Tomó fotos con el móvil y desde la pequeña pantalla los fue desgranando por el micrófono y se escucharon en cada uno de los altavoces que había en cada una de las habitaciones de su planta. La experiencia resultó taumatúrgica. No era mucho. Pero viendo sus rostros al escucharla, algo que comprobó una vez acabado el relato, cada tarde, era bastante.
Diez minutos llenos de palabras que se encadenaban entre ellas y que llevaban una historia a lomos de sus consonantes y vocales como las mulas llevaban provisiones durante una expedición hacia Las Montañas de La Luna. Las fuentes del río Nilo. Uno de los sitios más fabulosos del planeta tierra. A Jelen se le agolpaban las imágenes en la cabeza. Su mente era un motor a turbopropulsión.
La intensidad de su trabajo, de sus turnos, de sus guardias. Nada de eso podía con ella. Porque Jelen en aquellos días de la cuarentana, ya cercanos al número de veinte, muy cerca ya, cansada sí, lo estaba, pero Jelen tenía una energía como la que demostró Manuel Iradier con su sociedad viajera para soñar con llevar a cabo la proeza de atravesar África desde el Mediterráneo hasta Ciudad del Cabo. Jelen era una nueva exploradora. Y para ese día de tantos decidió ser ella la que escribiera un cuento para leer aquella tarde a sus pacientes.
Se lo había preparado con cuidado en sus tiempos de descanso. Tachaduras. Vuelta a reescribir las frases. Quería frases cortas, suaves, directas, frases tan delicadas como la piel de un coipo, como la piel de una nutria roedora. Porque de eso iba el cuento. Buscó con profusión datos, investigó la historia de ese animal. Lo que había ocurrido con él en el mundo desde casi el año mil novecientos. Su largo viaje de casi doscientos años hasta llegar a la ribera del Bidasoa, al Valle del Ebro. Jelen sabía que aquel cuento era el cuento de una especie animal desorientada, una especie de la que llamaban invasoras, cuando los invasores habían sido otros, los hombres, la raza humana. Y comenzó a contarlo.
Mientras deslizaba las frases de sus labios hasta el micrófono, percibía el silencio que inundaba el pasillo, las habitaciones. Solamente se oía su voz. Su voz que contaba como a comienzos del siglo diecinueve llevaron ejemplares de coipo desde Chile y Argentina hasta la Luisiana, porque querían montar granjas para comercializar la piel de ese animal, algo muy cotizado en la época. Alguien los soltó, o fueron ellos mismos, los animales, los que huyeron de una granja peletera y se convirtieron en una plaga que asoló parte de los estados del sur de América del Norte.
La historia seguía en Francia, porque allá también, a mediados del diecinueve, por la época de Balzac, o de Baudelaire, o de Flaubert, se montaron granjas donde se criaba a estas ratas gigantes, estas nutrias roedoras para conseguir fabricar pieles para una industria que veía encarecidamente ese material.
Al descender los precios de esa piel, y alargado el siglo veinte hasta comienzos de los años setenta, los coipos dejaron de valer lo que valían. Y las granjas francesas y las granjas llenas de coipos para la industria textil en Cataluña se desmantelaron, y esos animales huyeron y buscaron su lugar en los ribazos de los ríos. Algunos entraron por el Bidasoa. Otros lo hicieron por el Ebro.
Y se contaba, y esto se lo inventó un poquito Jelen, aunque puede que fuera verdad, que se estaban viendo ya coipos en los ribazos del Zadorra, cerca de Víllodas, muy cerquita ya de la pequeña ciudad. Incluso había gentes que aseguraban haber visto un par de coipos en los márgenes del río artificial que recorría parte de la Avenida Gasteiz. Nadie sabía cómo habían llegado hasta allí. Alejados de su hábitat, el mundo para ellos era una fuga interminable.Continuará