Llegó a casa. Unai echó en falta otro día más a Jelen. Acostumbrados a no coincidir. Era la nueva rutina. Como durante el montón de días pasados desde que empezó el estado de alarma, el confinamiento, los cierres de las tardes oscuras antes del cambio de hora, los atardeceres todavía luminosos tras la nueva hora perdida o ganada, según quien recordara, todos ellos con aplausos y a veces con música. Eso las semanas que trabajaba de noche. Las que le tocaba de día escuchaba ese momento desde abajo, en plena faena, desde la moto. Una vez le insultaron. ¿No ves que te aplauden a ti? Le dijo Nacho al cerrar el turno.
Se duchó. Ducharse es pensar. Se dijo Unai. Todo tipo de teorías se agolpaban en su mente. Horas antes había recordado por fin, mientras subía con la moto por Mateo de Moraza hacia Olaguibel, en el barrio que llamaban del Ensanche en la pequeña ciudad, el nombre de aquel amigo con quien vio la peli de Yimou en el cine Azul en los noventa.
Joder, cómo no he caído antes. Se dijo Unai. Era Juantxu, que trabajaba en esos momentos en el periódico de noticias de la pequeña ciudad. Era Juantxu. Vislumbró con desconcertante claridad y asombro Unai en su pensada. Fue Juantxu. Volvió a decirse.
Puedo llamarle ahora. Pensó Unai. Es pronto para hablar con él. Pensó Unai. Cerró la mampara. Descolgó su bata de batman y se la puso. Abrió el frigorífico y se pimpló un yogur a morro, estrujándolo. Decidió abrir el navegador del ordenador. Quería comprobar que era cierto o no lo que le habían dicho sus compañeros. Lo más fácil era poner Unai Gorritu y el nombre del periódico de noticias de la pequeña ciudad. Así lo hizo. Y acertó. Allí estaba, metido en el capítulo sexto de una novela titulada El silencio del virus que se publicaba por entregas cada día. Pero como eso no era suficiente y tenía tiempo de sobra, rebuscó en el sitio web hasta dar con el primer capítulo y leyó algunos.
Muchas de las cosas que le habían pasado durante aquellos días estaban descritas allí. Muchas de las personas que allí aparecían bajo otros nombres y de sobra conocía, allí estaban.
Lo que más le sorprendió fue descubrir que en el último capítulo publicado aparecía punto por punto lo que le había pasado aquella tarde con Nacho y Marisa.
¿Qué estaba ocurriendo? Le entró un escalofrío por todo el cuerpo. Ahora el que sospechaba era él. Miró el reloj. Eran las dos de la madrugada. Tenía que hablar con alguna de las personas que aparecían en esa novela con otro nombre, pero que eran personas que conocía perfectamente. Se acordó de Eduardo. Recordó que a Eduardo le gustaba trabajar hasta tarde. Dormía poco. Cogió el móvil. Llamó. Mientras esperaba oír la voz de su amigo pensó. No se llama en realidad Eduardo, pero en esta novela pasa lo mismo con casi todos los que conozco, que el que la ha escrito les ha cambiado los nombres. Me juego el cuello a que son ellos ¿Lo sabrán? Se preguntó Unai. Esperaré. Si no descuelga colgaré a la de tres. Pensó Unai. Pero cuando Unai oyó al otro lado del teléfono, Sí, Unai Gorritu sintió que no tenía que decirle nada, porque algo le decía que le estaban acorralando, incluso uno de sus mejores amigos. Eduardo.
Cortó la llamada. Volvió a sonar el teléfono. Era Eduardo. Le quitó el sonido ¿Quién estará detrás de todo esto?
Y sobre todo, ¿Para que estará haciendo todo esto el que lo hace? Pensó Unai. De nuevo el único que podía sacarle de aquel quebradero de cabeza era Juantxu, porque Juantxu trabajaba en el periódico. Pero lo que no sabía Unai era que Juantxu se encontraba en la misma situación que Unai. Ambos a punto de llamarse pero con miedo a llamarse. Ambos llegando a las mismas primeras conclusiones pero con miedo a confesar. Ambos sabiendo que los que estaban bajo los nombres de Juantxu y Unai en la novela El silencio del virus eran los que se llamaban de otra forma en la realidad, pero eran ellos.
¿Qué estaba sucediendo? Pensaron ambos a la vez. Los dos cogieron su esmarfon a la vez. Los dos marcaron el número del otro a la vez. Y los dos oyeron el sonido que indicaba que el otro comunicaba a la vez. Así se pasaron unos diez minutos. Jugaron al gato y al ratón. Hasta que se cansaron. Era muy tarde. Cada uno dejó de llamarse desde su casa. Recurrieron al whatsapp.
Tengo que hablar contigo. Escribió Unai. Tras acariciar y pulsar levemente el escaleno de la tecla enviar en la pantalla del esmarfon de Unai, apareció un mensaje de Juantxu.
Tengo que hablar contigo. Escribió a su vez Juantxu. Te llamo mañana. Escribió rápido Unai. La respuesta de Juantxu fue escueta, sin la contundencia que pensó Unai debía tener la respuesta que tenía que haberle mandado Juantxu a Unai, la persona que según Unai estaba obligada a tener todas las respuestas.
Unai se acostó. En la soledad de su dormitorio cerró los ojos y cogió un ritmo de respiración hasta las setenta y dos pulsaciones. El umbral de entrada en el sueño estaba cerca. Si conseguía bajar los pulsos de su organismo a setenta se quedaría dormido. Pero algo le impedía bajar esas pulsaciones. Con los ojos cerrados se mantuvo en un duermevela poroso en el que los muslos de su ensueño y los recuerdos del día se trenzaban con asombrosa pericia. Continuará...