hay palabras que, de un día para otro, se ponen de moda y acaban perdiendo su significado original. Es el caso, ahora mismo, del adjetivo “espectacular”. Todo es “espectacular”. Vas a comer con alguien, prueba la comida y sentencia: “Está espectacular”.
Dejando aparte que ignoro cómo puede ser espectacular un sabor, cuya apreciación corresponde al ámbito de lo privado, he de usar yo mismo ahora, pero correctamente, el adjetivo “espectacular” para describir una lubina a la brasa disfrutada hace unos días aquí; era, ciertamente, un espectáculo público.
Un ejemplar de entre dos kilos y medio y tres, para cuatro personas. Hecho en brasas de carbón vegetal una vez limpio por dentro, pero con sus escamas. Escrupulosamente desprovisto de espinas, abierto al medio, rociado con un poco de aceite y un punto de sal.
Nos pareció un espectáculo, ya digo... superado cuando el maestro asador nos mostró, antes de llevarla a un comedor reservado donde aguardaban catorce comensales, otra lubina en las mismas condiciones, pero de algo más de seis kilos. Un espectáculo, y además colosal, que viene de coliseo.
El gusto no desmintió a la vista: estaba, la nuestra, perfecta de punto y de sabor. Quizá hubiese preferido un aceite con algo más de personalidad, pero ésa sería mi única pega. Esa lubina marcó la cumbre gastronómica de mi escapada a mi ciudad natal, en la que en lugar de padecer los inmisericordes calores madrileños pude gozar del más agradable de los calores: el de la amistad.
Volvamos a la lubina o lobo de mar (ése, loup de mer, es uno de los nombres que le dan los franceses). Un pescado que siempre había sido “de gama alta”, hasta su popularización a través de la acuicultura. La gente mira los pescados de granja con suspicacia, aunque el producto resulte cada vez mejor elaborado.
No es nuevo. Ya Columela, en su De Re Rustica (año 42 de nuestra Era), tras dar muy buenas instrucciones para uso de quienes quisieran producir lubinas en granjas marinas, les advertía de que los “exquisitos” no gustaban de esas lubinas, sino de las pescadas “entre los dos puentes” que, entonces, cruzaban el Tíber en Roma. Hay que decir que la lubina no desdeña las aguas dulces, aunque prefiera las batidas.
A mí me gusta mucho la lubina. Me ha gustado siempre su sabor tenue y delicado, que aprecio mejor cuanto más sencilla es su preparación. Como las quería Picadillo: cocidas, con un poco de aceite y unas patatitas. Así eran las robalizas (otro nombre de la lubina) que ponían en un local coruñés vecino a la playa de Bastiagueiro. Eran robalizas de ración, pero venían de la ría, seguramente pescadas con caña, que era como las pescábamos los aficionados.
A la brasa, estos ejemplares de buen tamaño están perfectos. O a la sal, en vieja fórmula levantina. La alta cocina inventó grandes recetas para la lubina; la más extendida, la lubina al hinojo, rotundamente provenzal. Es como nuestra lubina a la brasa, sólo que con unas incisiones en sus lomos en las que se introducen unas briznas de hinojo y añadiendo ramas de hinojo a las brasas, básicamente. Se la consideraba afrodisíaca, es de suponer que por el hinojo.
distintas fórmulas La nouvelle cuisine aportó dos fantásticas fórmulas: la lubina en costra de hojaldre de Paul Bocuse y la lubina sobre lecho de algas de Michel Guérard, mucho antes de que la influencia nipona llenase de algas nuestra cocina “creativa”. En España, la receta más lograda fue, sin duda, la lubina a la pimienta verde de Pedro Subijana... aunque yo, como gallego, tenga ganas de probar la que imaginó Xavier Domingo para la lubina con grelos, que me gustan mucho más que las algas.
De todas maneras, la lubina, como el rodaballo, agradece que se le dé un trato respetuoso, pero sencillo; su sabor tenue no debe enmascararse, así que no es un pescado que haga buenas migas con el ajo. Sí que las hace con un buen vino blanco, fresco, pero con personalidad; la nuestra la acompañamos con un fantástico godello del Dominio del Bibei (Ribeira Sacra), pero también hubiera triunfado un albariño de las Rías Baixas, que para eso es el vino del mar.
Hay que decir que el Diccionario de la Lengua Española está bastante despistado o desafortunado en este asunto. Establece como voz preferente la de “róbalo”, minoritaria respecto a “robalo” (que parece la traducción al lunfardo de la incitación a la apropiación indebida sugerida por la voz esdrújula) y lubina que, sin embargo, el DLE redirige a “róbalo”.
Peor: dice que la robaliza es la hembra del róbalo, y que es de mayor tamaño que el macho. Por favor.
Lubina de aguas libres: un pescado siempre cotizado, que es una forma de decir “caro” que me gusta mucho más que el tan trillado “exclusivo”, que puede hacer parejas con la palabra con la que empezábamos: hoy en día, las cosas son espectaculares y exclusivas, o no son nada. Qué cruz, Señor.