No corren buenos tiempos, al menos en los medios, para la que durante muchísimo tiempo fue, entre nosotros, la carne por antonomasia, la más apreciada, la más recomendada: la ternera. Hoy a la gente se le llena la boca hablando de buey y hasta de vaca vieja y mira con cierta conmiseración la “insípida” carne de ternera...

En esto sigue la opinión de ilustrísimos escritores que se ocuparon del tema, como el gallego Camba y el catalán Pla, que un día descubrieron el buey y fueron seducidos (¿tal vez abducidos?) por él. Por supuesto, ese descubrimiento se produjo fuera de España: aquí no había bueyes. Ni vacas. Haber, lo que se dice haber, había. Pero no a efectos gastronómicos. Vacas y bueyes servían para lo que servían. Las vacas, para dar leche y traer al mundo terneros; los bueyes, para tirar del carro y del arado.

¿Entonces, cuando alguien decía que iba a comer, o que había comido, carne, a qué se refería? Pues a ternera, naturalmente. Es cierto que hubo un tiempo en el que la gente se pasaba, sacrificando terneras de leche, dando la razón a Pla, que les acusaba de infanticidas; pero una ternera que ha gozado de buenos pastos proporciona muchas satisfacciones. A mí me gusta la ternera.

malas prácticas Sucede, además, que empiezan a preocuparme las prácticas a las que se está sometiendo a las carnes de buey o vaca vieja. Sé que, una vez sacrificada la res, sus carnes deben mortificarse, madurar; pero hoy se está llegando a unos excesos en cuanto a tiempo de maduración que empiezan a preocupar a quienes de verdad entienden de estos temas. Cuando he probado carnes así, qué quieren que les diga, me han sabido a viejo, a sangre sucia, estancada. No: no son mis carnes.

De chaval, en los veintidós años que viví en Galicia, la carne que más me gustaba era lo que allí llaman costilleta: una hermosa chuleta, con su hueso, pasada sabiamente por la sartén, con escolta de patatas fritas.

Chuletas manejables, segundos platos, de entre doscientos gramos y un cuarto de kilo. Hoy me sigue encantando el invento inglés que unos llaman filete y otros bistec. Con patatas fritas. Lomo, cadera...

Recuerden que el responsable de que la carne no se pegue a la sartén es el que fríe, no un revestimiento. En casa se pone la sartén, con un poco de sal, al fuego y se calienta, regando con un hilo de aceite virgen justo antes de echar la carne, que preferimos salpimentar ligeramente antes.

Dos mentiras: “vuelta y vuelta” y “dos minutos (o los que sean) por cada lado”: será lo que pida la pieza, que será lo que necesite para caramelizar su superficie, sellarse y despegarse motu proprio, sin raspar, de la sartén. Se le da la vuelta, se somete al fuego la otra cara, menos tiempo que la primera; se deja reposar para reabsorber y redistribuir los jugos, y ya.

Hablando de jugos: esos que quedan en la sartén dan muchísimo juego. Añada un chorrito de vino blanco y deje evaporar el alcohol mientras disuelve esos jugos con ayuda de una espátula; puede, si es su gusto, añadir una cucharada de su mostaza favorita. Obtendrá un delicioso esbozo de salsa, una línea de sabor.

Este es mi bistec. Mi filete. Pero la ternera me da mucho más juego. Pienso en un estofado a la borgoñona; en esa delicia de la cocina casera francesa que son las blanquetes de veau; en un jarrete guisado o al horno; en esa maravilla que es el ossobuco alla milanese; en toda la sabrosa casquería, de los callos a las mollejas a la crema con morillas, del hígado a la burguesa a las manos que ofrecían a Sancho Panza; en un rosado roast-beef de ternera, en unas honradas albóndigas caseras... Tantas cosas ricas. De ternera.

Que es de lo que queríamos hablar. Los amantes de piezas mayores, los asiduos al txuletón de buey, tienen otros lugares donde documentarse. Vayan a Guipúzcoa, a Tolosa, y pregunten por Matías Gorrotxategi. O suban, en Donostia, a Igeldo y recalen en el Asador Rekondo. Recibirán un completísimo curso teórico-práctico sobre el txuletón. Aquí, más modestamente, hablábamos de un filete de ternera de un cuarto de kilo.