Vitoria - Rodeado de decenas de bocetos y obras cerca de tomar su forma y fondo finales, Mikkel Eguskiza mira a su oficio para reflexionar sobre él.

¿Cómo termina en Vitoria?

-Llegué aquí hace 23 años, cuando mi compañera estaba embarazada de mi hijo Juan. Vine por una serie de circunstancias que luego, como pasa siempre, en realidad no justifican nada, entre otras la cercanía con Bilbao. Allí vivía y vive mi ama, que ahora tiene noventa y mucho años, y yo quería estar cerca. Desconocía Vitoria, pero era una época en la que la ciudad estaba teniendo un cierto desarrollo cultural y era un lugar más abierto, menos controlado por lobbys culturales y políticos que Bilbao y San Sebastián. Por todo ello vine.

¿Cree, de todas formas, que su trabajo es valorado aquí?

-Ésa es una situación muy particular la que se da aquí. Por eso siempre he sido muy discreto. Enseguida conocí esta ciudad. Cuando inauguré mi primer estudio en Vitoria, que era un 22 de mayo, invité como a unas 70 personas del medio artístico y cultural de la ciudad. Había música, danza y un rapsoda... Y también muchas tortillas de patata del bar de Primi en la calle Fueros. Fue una fiesta muy divertida. Yo me quería presentar ante mis colegas, mi medio profesional, porque me parece muy importante, en el mundo artístico, el intercambio y la comunicación ya que éste es un sector muy desprotegido. Me parecía importante generar vínculos. Después de aquella fiesta, nunca he recibido ninguna invitación por parte de ningún colega para visitar su estudio. Y con la única persona con la que tuve una relación de diálogo y afecto fue con Sabino Egaña, que ya falleció, además del contacto intelectual, artístico y afectivo que tengo con el poeta Kepa Murua. Así que no tengo ninguna deuda de nada. Hago mi trabajo, busco mis contactos, hago mis exposiciones en Europa y mantengo mis relaciones en el mercado secundario, por así decirlo, de profesionales y empresarios que tienen otros vínculos con la adquisición de obras de arte. Para mí lo importante es la función del artista en la vida social, que está por encima de la producción de objetos, que tiene otras funciones.

Lo que pasa es que en esta crisis, para defender el valor de la cultura, se ha querido destacar mucho su papel económico, su capacidad para generar puestos de trabajo, su peso en indicativos como el PIB, pero eso ha significado que no se reivindique su papel como generadora de conocimiento y espíritu crítico, que es para lo que se supone que debería servir.

-Es una buena observación. Es como pensar, por ejemplo, que la enfermedad puede ser un negocio. La perversión de ese pensamiento es similar. El otro día estaba hablando con un galerista de Vitoria, exgalerista me parece que dentro de poco, y establecíamos la definición de que el arte es el territorio donde todo es posible y nada es necesario. Eso no puede ser económicamente rentable nunca. Por tanto, ¿cuál es su función? Los artistas tenemos que vivir, materialmente digo, a partir de una estructura económica que permita que existamos más allá de nuestra producción. De alguna manera, somos unos adelantados en aquello que espero llegue algún día y que se llama la renta universal básica, es decir, a lo que los seres humanos tenemos derecho por serlo para vivir disponiendo de determinados recursos económicos. ¿Por qué? Porque vivimos, comemos... La presencia, por sí misma, de los artistas justifica la realidad de lo humano porque si no existiéramos los artista no habría ningún tipo de creatividad en el mundo y no se valoraría la creatividad tampoco en relación a la satisfacción de nuestras necesidades. Los seres humanos estamos en vías de perder nuestro vínculo con lo invisible, con las facultades del alma. Los artistas trabajamos expresamente en ese plano de la experiencia. Por eso lo que producimos es perecedero, lo importante no es el objeto. Los artistas somos los seres que les recordamos a otros seres que hay una dimensión de la experiencia que ni es cuantificable, ni repetible pero sí imprescindible para sostener nuestra humanidad.

¿En el taller como en ningún sitio?

-A mí me gusta mi trabajo, sea aquí o donde se quiera. El arte me plantea muchos desafíos. Tener problemas en este plano de la experiencia artística es imprescindible. Por otra parte, pinto mucho de encargo, pintura contemporánea. A veces digo que soy un pintor de cámara contemporáneo, aunque suene paradójico. Ahora son instituciones financieras o empresariales, autónomos solventes los que me encargan, y también a veces algunas galerías del centro de Europa. Esas situaciones me motivan. Me debo a mi oficio. Por eso también convierto mi estudio en un lugar para mostrar a otros. El taller es un lugar muy íntimo pero que también me gusta abrir porque cada cuatro o cinco meses cambia mucho.

¿Más pintor que escultor?

-No creas. De cara al exterior, sí. Pero en mi biografía, la escultura fue primero. Recuerdo que, cuando era pequeño, iba con mis compañeros de cuadrilla al monte y volvía con la mochila cargada de piedras. Todos pensaban que era lo que hoy diríamos un friki. Pero les explicaba que cada piedra tenía un rollo. Eso es algo que he venido haciendo siempre. Cuando tenía unos 15 años, a mis manos llegó un libro de Oteiza. No entendía los pensamientos que estaban en aquella publicación, pero las imágenes sí. Y antes, cuando tenía 12 años, me recuerdo escuchando pasajes de Tosca y disfrutando de su belleza. Así que la música y la escultura han sido muy importantes. El ser pintor me lo he ganado a pulso, no era algo tan integrado en mi naturaleza sensible. Y la verdad es que estoy agradecidísimo de haber podido entrar en el territorio de la pintura.