El tiempo de la Navidad se olfatea en las televisiones todas con la llegada en cortejo mediático pleno de anuncios de perfumes, aromas y olores varios que nos machaquean con rotundidad, abundancia y testarudez, invitándonos a la generosa compra de los sofisticados productos que anunciados por bellas mujeres y espléndidos hombres nos ofrecen la felicidad plena con la ambrosia olorosa de un mañana mejor.
Esta catarata de spots se va incrementando hasta llegar al crescendo final del día de los Reyes Magos, allá por el seis de enero y pretende llevarnos al reino de jauja del lujo y consumo, proponiéndose historias más o menos sensuales, envueltas en celofanes de luz, color y prestancia.
Navidad comienza el día del sorteo extraordinario del veintidós de diciembre, cuando hacia las nueve de la mañana se oye un sonsonete clásico, reconocible, próximo y familiar. Es el sonido del salón de loterías donde los jóvenes del Colegio San Ildefonso, ellas y ellos, comienzan a desgranar números y cantidades asignadas a los mismos, durante casi tres horas, mientras la audiencia expectante aguarda la llegada del número comprado que sea tocado por la diosa Fortuna y lleve la felicidad al afortunado propietario del papelito lotero.
Con un tono monótono y cansino cantadores de la fortuna lanzan, impertérritos, miles de números que inundan pantallas y corazones de glamour navideño. Es una clásica retransmisión de un evento marcado en el calendario con trazo rojo.
La tele se convierte en portadora de la señal que nos señala que las calendas navideñas han llegado, que la fortuna ha revoloteado durante tres horas por encima de la millonaria audiencia y que un año más los planos se repetirán con bombos, alambres y tablas, con nervios de los chavales/as de la benéfica institución que los acoge, con el ritmo repetitivo de la lluvia millonaria.