Cantet, director y guionista de Foxfire, se mueve en esa línea de penumbra que nos recuerda que el error y la lucidez, o el deber y el poder, poco o nada tienen que ver con esos apriorísticos morales que dividen el mundo entre el bien y el mal. Así lo hizo hace 15 años cuando estrenó su magnífica ópera prima: Recursos humanos. Aquel filme, que emitía señales de un conocimiento de primera mano, mostraba el difícil encaje entre un padre, operario de una empresa industrial y su hijo, un joven ingeniero en prácticas, enfrentado al desgarro moral de asumir despidos entre cuyas víctimas podría o debería estar su propio padre.

Sin retóricas rimbombantes, y con un sobrio estilo visual, Cantet emergió con un espacio tan poco cinematografiado como es el mundo laboral. Paradójicamente los Lumiére empezaron en el cine filmando la salida de unos obreros. Desde entonces ha habido señales inequívocas de que Cantet debe ser distinguido como uno de los cineastas franceses más notables de su generación. Lo que no significa que todo hayan sido aciertos totales. En el camino, Cantet ha sabido diseccionar la tragedia de un ejecutivo en paro, cuya familia (con)vive con él sin saberlo, en El empleo del tiempo (2001), y se coló en el interior de un instituto para relatar que en esa batalla entre educadores y educandos provoca roces dolorosos: La clase (2008).

Entre medio, y con menos rotundidad, se asomó al mundo de la prostitución masculina al servicio de veteranas damas de la burguesía. Hacia el sur (2005) mostraba esa negociación sexual entre jóvenes haitianos y ricas mujeres europeas, ocho años antes y con menos explicitud a como lo hiciera Ulrich Seidl, en Paraíso: Amor.

Con fallos o aciertos, Cantet se asoma al abismo de los deseos y necesidades humanas. Y lo hace tratando de dar la voz a unos y otros; sin facilitarle al público la incomodidad de resolver él mismo el dilema moral que sus películas llevan dentro. Y Cantet, que el pasado 15 de junio cumplió 53 años, tras deslumbrar en Cannes y triunfar en medio mundo con La clase, sorprendió a todos al irse a los EE.UU. de los años 50 para remover la historia de Joyce Carol Oates en la que se relatan las andanzas de un grupo de adolescentes. Un grupo de vírgenes justicieras en un país en el que el beat comenzaba a golpear en lo que sería el comienzo de una nueva era. Cantet crea su particular Rebelde sin causa femenino. Foxfire cede el peso del relato a la presencia hegemónica de una joven, tan inteligente como desterrada, hija de un padre alcohólico y cobarde y convertida en una especie de Juana de Arco de la igualdad de la mujer. Difícil tarea en medio de un paisaje tan masculino y machista como lo era la América del final de los 50; cuando el color de la piel condicionaba los derechos y cuando ser mujer y querer vivir la sexualidad y la independencia era algo inconcebible.

Cantet opta por el retrato coral, y por un estilo lineal, directo, más cercano al cine americano de los años 60 y sobre todo 70, que al cine francés del que procede. Y eso nos sitúa, como en su aventura en Haití, deambulando sin rumbo por un terreno abonado por la frialdad y el extrañamiento.