vitoria. Cuando mi tío comenzó a pasarme música, llegaron a mis manos un vinilo de Jeff Healey, el magistral guitarrista ciego, y otro de Pat Metheny. Quizás por overbooking de referencias, Jeff pasó a ser para mí Pat y viceversa. El equívoco eterno estaba echado, y más de una risa me ha provocado. La noche del viernes, en Mendizorroza, me percaté sin embargo, una vez más, de que cuando algunos músicos tocan sus ojos se cierran. O se vacían, buscando un lugar que no se ve. Los corazones -vía cerebro- se conectan directamente con los dedos y las huellas dejan latir el talento, improvisado siempre desde la experiencia y el sentimiento.

No abre los ojos Fred Hersch, que desde el primer instante se incrusta en su piano cual si de puerto USB se tratara, cyborg instrumental. La cartografía musical del pianista ya no se lee en formato de partitura, integrada como una secuencia más en su código genético. Son sus manos, a modo de braille, las que leen en su memoria -pasado- y en su inspiración -futuro-, haciéndolos regalo -presente-. Todos los rincones del mapa interior se convierten en paisaje a través de colores y texturas que, extrañamente, nacen de unas blanquinegras.

Hersch te lleva de la mano, de sus manos, encauzando en la ribera de su río todas las referencias posibles. El jazz suena a pátina clásica. El clasicismo a blues. El blues a bolero. El bolero a jazz. Delicado y a veces melancólico, el fluir de los diez dedos dibuja un maná de pensamientos que, si visita a otros, los enriquece, pero prefiere -salvo dos versiones de Jobim y Kern- mostrar sus propios temas. Para algo ha logrado, con el paso del tiempo, un inconfundible lenguaje personal.

Alone at Mendi -muchos pensaban aún que llegaba en formación de trío-, Hersch volvió a meterse en la música -ojos cerrados- hasta exprimirle todo el jugo, recordando en la presentación de cada tema una faceta didáctica que ofreció el año pasado en el festival. Repetía los títulos dos veces -inicio de mantra-, en un pequeño pero valioso detalle para un público poco anglosajonizado.

Dan ganas de leer cosas sobre él, sobre su vida, y con eso se dice todo. Si el interés por un intérprete trasciende hasta querer conocer más de él, existe algo misterioso que supera el placer mismo y germina desde la semilla de la escucha. O grande amor, The song is you... Las versiones que acometió dan el último dato sobre el sello del pianista, un romanticismo que sobrevuela todas sus notas. Romanticismo alérgico al almíbar, lírico, interconectado, ensimismado en su propio estilo. Una cartografía para leer la vida con los ojos cerrados.

Y llegó Jeff Healey... Digo, Pat Metheny. Y probé ese experimento que realizo cada año de -precisamente- cerrar los ojos durante algún tema. Primero te sientes un poco estúpido, pero cuando te relajas la música se acerca hasta ti, te envuelve, y, al volver, los colores explotan como si nunca hubieras visto esa escena que hace unos minutos era tu único encuadre.

Metheny también cerró los ojos... Para encontrar a Metheny. Nunca descuida la melodía -ni rechaza una oferta de Gasteiz- este guitarrista de cuerdas luminosas -cercanas a veces al teclado, incluso al viento- que puede presumir también, desde hace años, de un label de lenguaje. Sin embargo, sigue empeñado en experimentar, en buscar más allá, y se agradece, encuentre o no. Un complicado entramado de cristal y percusión que respondía a sus punteos se desveló a mitad de bolo como alambique de su última visión musical. Le costó nacer al juego de loops, pero finalmente logró su objetivo: música.

A cada uno le gustará un Metheny -porque es muchos-, pero probablemente sus tramos más salvajes son en los que su guitarra encuentra mejores ecos, empastada con el resto de instrumentos en una suerte de Allman Brothers desbocados. Porque esa camisa, ese pelo -gemelo de uno de los fotógrafos del festival, mellizo de Esperanza- delatan una actitud rockera recóndita -muchos temas terminaron apagando focos- que de vez en cuando hace acto de presencia, alternando con un toque minimal e introspectivo en temas más pausados.

Pat no se olvidó de reivindicar a sus músicos, y se maridó con ellos en sendos temas. Con el saxo de Chris Potter dibujó jardines colgantes; con el contrabajo de Ben Williams, swing pegajoso; con la batería de Antonio Sánchez, intensidad bárbara. Un juego de variedad de científico nada loco, tendente siempre a lo sideral del espíritu, a convertir los techos de Mendizorroza en lienzos para una banda sonora de ciencia ficción muy real.

La biometría también parece cosa de ciencia ficción. Estamos acostumbrados a que nos reconozcan por nuestras huellas -no por nuestros actos- dactilares, pero el reconocimiento del iris, más efectivo, será pronto la moneda de cambio. Tendrán que coger a Fred y Pat cuando no estén tocando. Cuando sus ojos no se sublimen con la naturaleza interior que exploran siempre que tocan o enseñan. Entonces son sus dedos los que nos cuentan quienes son. Del cerebro al corazón. Del corazón al instrumento. Del instrumento, siempre, a nosotros.